Hasta que llegó Virus, el rock nacional estaba emparentado con las canciones de protesta y lo que algunos llamábamos "la música para escuchar" con semblante atento o circunspecto. En las largas tardes de la adolescencia, copiábamos a mano las letras de las canciones que habíamos grabado en casetes vírgenes e intentábamos descifrar el mensaje de los artistas. Existía una grieta algo más anodina en ese entonces: los que bailaban y los que íbamos a recitales de rock. Unos nos parecían frívolos y pasatistas y nosotros a ellos, hippies aburridos. Unos y otros nos definíamos por contraste.
Sin embargo, cuando escuchamos las primeras canciones de Virus, un grupo de rock que como cualquier otro daba conciertos y aparecía en el programa de los sábados de Juan Alberto Badía (supongo que lo único que nos importaba de la emisión era la sección que el conductor dedicaba a los músicos argentinos), no supimos bien qué hacer con nuestros prejuicios.
Eso, en principio, era lo mejor que nos podía pasar. Las letras de las canciones eran divertidas e irónicas, estaban colmadas de imágenes nuevas para nosotros y las melodías trasmitían una sensualidad que había estado ausente de nuestras vidas durante mucho tiempo. Tuvimos que reconocer que, en ese aspecto, los amigos que bailaban nos llevaban ventaja.
Virus para nosotros, en primer lugar, era Federico Moura, el cantante de la banda. Nos parecía que podía ser el Bryan Ferry de la Argentina (o acaso, como señaló un fan, que Bryan Ferry era el Federico Moura del Reino Unido). Estábamos convencidos de que esa mezcla de timidez y elegancia era el summum de un estilo inalcanzable; en parte, la dificultad que teníamos para imitarlo era la prueba de su carácter único. ¿Cómo se lanzaba una mirada speed y cuántos significados se dispersaban en el ambiente con el oro en polvo?
Eso, en principio, era lo mejor que nos podía pasar. Las letras de las canciones eran divertidas e irónicas, estaban colmadas de imágenes nuevas para nosotros y las melodías trasmitían una sensualidad que había estado ausente de nuestras vidas durante mucho tiempo. Tuvimos que reconocer que, en ese aspecto, los amigos que bailaban nos llevaban ventaja.
Virus para nosotros, en primer lugar, era Federico Moura, el cantante de la banda. Nos parecía que podía ser el Bryan Ferry de la Argentina (o acaso, como señaló un fan, que Bryan Ferry era el Federico Moura del Reino Unido). Estábamos convencidos de que esa mezcla de timidez y elegancia era el summum de un estilo inalcanzable; en parte, la dificultad que teníamos para imitarlo era la prueba de su carácter único. ¿Cómo se lanzaba una mirada speed y cuántos significados se dispersaban en el ambiente con el oro en polvo?
Mientras crecíamos y dejábamos atrás los uniformes de la escuela secundaria, toda la relación que mantuvimos con Virus había durado una década, la de 1980. En esos pocos años, se había desarrollado una guerra en el Atlántico Sur, había terminado por fin la dictadura militar, un candidato radical había triunfado en las elecciones y, hacia el final, había surgido la epidemia del sida.
Virus había estado íntimamente relacionado con todos esos hechos: se había impuesto sobre el machismo del rock nacional, había decidido no participar del Festival de la Solidaridad Latinoamericana organizado durante la guerra de Malvinas y, en medio de lo que se llamó "el show del horror", cuando salieron a la luz los crímenes de Estado, había imaginado que las seducciones de la pista de baile podían convertirse en un acto político y, al mismo tiempo, profundamente subjetivo. Ninguna persona bailaría igual que otra, pero todos teníamos derecho a intentar pasarlo bien después de la temporada de razias, censuras y autoritarismo.
Virus había estado íntimamente relacionado con todos esos hechos: se había impuesto sobre el machismo del rock nacional, había decidido no participar del Festival de la Solidaridad Latinoamericana organizado durante la guerra de Malvinas y, en medio de lo que se llamó "el show del horror", cuando salieron a la luz los crímenes de Estado, había imaginado que las seducciones de la pista de baile podían convertirse en un acto político y, al mismo tiempo, profundamente subjetivo. Ninguna persona bailaría igual que otra, pero todos teníamos derecho a intentar pasarlo bien después de la temporada de razias, censuras y autoritarismo.
El último disco que grabó Federico Moura antes de morir fue Superficies de placer, el séptimo de la banda. Este año se cumplieron treinta años del lanzamiento de ese disco impar, hecho en Río de Janeiro, ciudad que nosotros sólo conocíamos por postales.
Supimos más tarde que él ya estaba enfermo de sida. Marcelo Moura, hermano de Federico e integrante de la banda, contó en un libro publicado en 2014 que el arte de Virus y la actitud de Federico los ayudaban a sobrellevar las circunstancias difíciles.
"Como en el comienzo, los instantes de felicidad seguían apareciendo cuando nos juntábamos a tocar -escribió-. Y en ese momento, más que nunca lográbamos alcanzar una profundidad que nos transportaba a otra dimensión."
En cierto modo, Superficies de placer había funcionado como la banda de sonido del fin de nuestra adolescencia. La mayoría de nosotros ya había conseguido su primer trabajo, tenía una pareja (o varias) y todos habíamos alcanzado el sueño de independizarnos de nuestros padres. "De todo nos salvará este amor/ hasta del mal que haya en el placer", cantaba Federico en "Encuentros en el río musical", uno de los temas perfectos del cancionero argentino.
Verdadera o no, nos gustaba pensar que esa premisa orientaría el rumbo de los días por venir.
D. G.
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