El día comenzó en la playa con un almuerzo de paltas, tomates y albahaca, a la sombra de un sotechado de cañas viejas. El mar y los tamariscos ofrecían un día de calma, todas las puertas y ventanas de la casita estaban abiertas de par en par. Escuchaba al aguatero con su caballo llenar el aljibe. Él intentaba leer mientras que ella iba y venía de baños de playa. Cada vez que subía las escaleras desde la arena, empapada y sonriente, sentía que toda su vida había sido construida para ese día; recostado en el silloncito de ratán deshilachado, los pies arriba de la mesa, su cabeza en un almohadón rosado, el albariño de las colinas muy frío, el pan con aceite y vinagre y el queso de cabra fermentado en su cocina por semanas.
Sobre el piso calcáreo de la terraza había decenas de libros que hojeaba desde temprano en la mañana mientras la esperaba. La recibió sin pompas con la sencillez de una alegría largamente deseada. Si giraba su cabeza a la derecha, podía ver por la ventana el gran bronce del león sobre la chimena apagada; si giraba a la izquierda las rocas, el mar y la torre de piedra. Si cerraba los ojos y recorría el comedor en su memoria, casi podía recitar cada una de las poesías pintadas en las paredes blancas con trazo negro brillante.
Después del almuerzo, con la virazón caminaron extensamente por la playa y subieron por los caminitos de tierra al campo, y allí, en la parte más alta, sin tocarla o besarla, él la desvistió completamente, tirando su ropa lo más lejos que podía. Después, con besos ardidos de palabras y acecho se recostaron en un nudo de gramillas, piedras, espinas y tierra, ya que allí, el amor y el dolor eran lo mismo.
Después del almuerzo, con la virazón caminaron extensamente por la playa y subieron por los caminitos de tierra al campo, y allí, en la parte más alta, sin tocarla o besarla, él la desvistió completamente, tirando su ropa lo más lejos que podía. Después, con besos ardidos de palabras y acecho se recostaron en un nudo de gramillas, piedras, espinas y tierra, ya que allí, el amor y el dolor eran lo mismo.
Rodaron abrazados uno encima del otro en un descampado de pastos. Cerca se veía un monte de árboles lleno de ruidosas cotorras. Las botas y ropas habían quedado desparramadas como manchas de flores caídas del cielo sobre el campo; un pañuelo rojo, una camisa de motas, los sombreros. Era la primera vez que estaban juntos. Él se sentía fresco como agua y limón, como un campo de lavanda; ella, más como una libertina o como la mujer que siempre quiso ser, desarropada de atavíos y perdones, dejándose ir por un tobogán tan extenso como sin fin. Desde la distancia se veían dos cuerpos arrollados esféricos, como una mata de neneo seca de las que cruzan las estepas girando, fustigadas por el viento. Finalmente habían rodado por amor, un amor ansiado, puesto en espera demasiadas veces. Mientras giraban ella clavaba sus uñas en la tierra, cerrando sus puños, arrancando pastos ruidosamente. Su hacer lo enardecía y así continuaron hasta que acabaron contra un tronco caído cerca de unas piedras muy redondas. Brutalmente, amorosamente satisfechos.
Después de hacer el amor los invadió una paz que dio lugar a una tarde interminable de conversaciones y silencios. Quedaron allí tendidos al sol. Ella tenía pasto y tierra en las uñas de aferrarse mientras libaban de la más bella y lujuriosa unión. Sin pudor alguno caminó hasta su mochila encendiendo un cigarrillo, su espalda raspada por el herbaje seco de fin de verano.
Sólo cuando comenzó a atardecer y sintieron frío, volvieron sobre sus ropas para abrigarse. Se acercaron al bosque y juntaron leña para un fuego e hicieron el amor una vez más sentados, muy suavemente entre las esquinas de los ojos iluminados.
Finalmente estaban juntos.
Aquel día, la casita, la playa y ellos habían sido tomados por un aura de estrellas, una brisa, un aliento afinado, lleno de espacios y silencios. Una emancipación histórica del pasado y un avenir presagioso en el que ya no importaba hacia dónde iban. Eran un nuevo arraigo, un sentir lleno de coloquios y símbolos de libertad.
F. M.
Sólo cuando comenzó a atardecer y sintieron frío, volvieron sobre sus ropas para abrigarse. Se acercaron al bosque y juntaron leña para un fuego e hicieron el amor una vez más sentados, muy suavemente entre las esquinas de los ojos iluminados.
Finalmente estaban juntos.
Aquel día, la casita, la playa y ellos habían sido tomados por un aura de estrellas, una brisa, un aliento afinado, lleno de espacios y silencios. Una emancipación histórica del pasado y un avenir presagioso en el que ya no importaba hacia dónde iban. Eran un nuevo arraigo, un sentir lleno de coloquios y símbolos de libertad.
F. M.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.