Con frecuencia me encuentro pensando qué habrá dentro de medio siglo aquí, donde estoy sentado en este momento. O bien: ¿qué habrá dentro de un siglo en la cuadra donde me crié?
Si lo pienso un poco, ya tengo al menos la mitad de la respuesta. Cincuenta años después, el negocio de mi abuelo sigue allí, en la mano impar de las veredas en las que aprendí a andar en bicicleta. Lo mismo que la puerta con mirilla que daba al pasillo que llevaba hasta el pequeño departamento que habitamos cuando regresamos a la ciudad. La puerta con mirilla sigue pintada del mismo celeste plastilina de hace 50 años. Lo sé porque mis ojos no toleraban ese color y cuando le pregunté a mi abuelo por qué lo había elegido, me respondió:
"Precisamente por eso, Arielito. Porque a nadie le gusta."
A la izquierda del bazar todavía se erige el enorme almacén detrás de cuyo mostrador mi hermano solía esconderse para rehuir las tareas domésticas. Sigue casi tan decrépito como entonces, pero sus puertas ya no han vuelto a abrirse. También tiene una puertita en el costado y un largo pasillo que, imagino, todavía conduce a otra propiedad, en los fondos. A ese pasillo se despeñó una vez el perro de mi madre, belicoso a pesar de su talla, de tanto ladrarle a un gato de azotea. Desde ese día renqueó un poco de la pata trasera derecha.
En la esquina de esa cuadra vivía la profesora de inglés del barrio. Se rumoraba que también sabía japonés, y, estoy seguro, su gabinete sombrío y atiborrado de libros fue el primer lugar que conocí en la hostil Buenos Aires que me cautivó tanto como los cielos y los árboles que había dejado atrás.
Se llamaba Eve y mi madre solía confesarle sus inquietudes cotidianas, mientras yo recorría los anaqueles henchidos. Ignoro si ciertas páginas estaban en japonés, pero definitivamente no eran las letras que estaban enseñándome en la escuela. Había tomos que parecían extraordinariamente viejos y creo que también en ese reducto nació mi pasión por los libros antiguos.
Contaba mi madre que un día le transmitió a Eve su preocupación por mi hermano, cuyo inagotable ingenio para las travesuras contrastaba con mi conducta apacible y disciplinada. Aquella mujer de pelo gris y belleza tibia le anticipó:
-Cuando lleguen a la adolescencia eso se va a invertir.
Mi madre quiso saber por qué lo decía. Eve señaló al callado chiquilín de seis años hurgando entre los estantes atestados de tomos impresos en idiomas extraños y sentenció:
-Demasiada curiosidad.
Los años le dieron la razón y desde mis 14 años mi conducta fue una suerte de Manual de la Rebeldía Adolescente.
La casa de Eve, que olía a cuero y a páginas centenarias, ya no existe. En cambio, todavía está allí, a pocos metros, una morada que, medio siglo atrás, ya era mucho más antigua que sus vecinas. Vivía en esa casa una niña de la que me había enamorado sin saberlo y con la que me pasaba horas hablando. No puedo recordar su nombre, pero nunca olvidaré lo que me contaba que ocurría en la casa que estaba detrás de esa muralla amarillenta que daba a un jardincito mustio. Tenía un padre alcohólico y violento y con frecuencia me mostraba los moretones que le dejaba en los brazos. Añadía, con angustia inocente, que todavía más le pegaba a su madre. Conocí de esta forma qué es sentir odio.
Durante mucho tiempo hice planes para escaparnos juntos. Luego se mudaron. Pero cuando vuelvo a ver ese frente, al que no parecen haberle pasado los años, siento el mismo pavor que cuando la veía desaparecer cada tarde detrás de la puertita que daba al jardín mustio.
No había en esa cuadra ni un solo árbol y las veredas de baldosas color té con leche lucían anchas como avenidas. Poco después plantaron unos retoños raquíticos de fresnos y paraísos. Y un ficus. Todos ellos son hoy testigos gigantescos y silenciosos del paso del tiempo.
A. T.
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