“En su hora más solitaria, hacia el comienzo del otoño de la edad, sucedió un hecho inesperado en la gris existencia de Leopoldo Lugones. Una tarde de 1926 llegó como todos los días a la Biblioteca del Maestro. Estaba por entrar en su despacho de director cuando, de pronto, una joven lo interceptó”
Hablamos de Leopoldo Lugones y la increíble saga familiar que parece salida de una novela de terror.
Recordábamos que fue el soporte intelectual de la nefasta dictadura de 1930 y que su hijo Polo Lugones, inspector de la Policía en aquellos años duros, fue el inventor de la picana eléctrica. En realidad, una más de sus perversiones. Porque, habiendo tenido el cargo de director del Reformatorio de Menores de Olivera, abusó sexualmente de los chicos que debía cuidar. Ese hecho, como dijimos, llevó a Leopoldo a rogar al Presidente constitucional Hipólito Yrigoyen para que intercediera por su hijo. Yrigoyen se compadeció, y luego Lugones le pagó con la traición, al participar activamente del golpe de Estado que lo derrocó.
Veamos algunos otros aspectos de la sórdida vida de Leopoldo Lugones.
La educación familiar fue conflictiva. Tironeado entre el fervor católico de su madre y las convicciones agnósticas de su padre, doña Custodia, madre de Lugones, llegó a recurrir a los oficios de un exorcista para arrancar el demonio del ateísmo del alma de su hijo. Y, al parecer, el trabajo del cura surtió efecto: Leopoldo Lugones abdicó del juvenil socialismo para abrazarse a la cruz y, sobre todo, a la espada. De hecho, en su discurso en Perú titulado «La hora de la espada», dijo el poeta: «El ejército es la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica».
De un día para el otro, Leopoldo Lugones se quedó sin amigos, sus colegas se alejaron y sus lectores le dieron la espalda. Lejos de apocarse ante aquella soledad, redobló la apuesta y escribió “La patria fuerte” y “La grande Argentina”, dos opúsculos que sintetizaban la esencia autoritaria de inspiración medieval. Ahora bien, ¿cómo se traducía este cambio en su moral cotidiana, su poética y su visión de la sexualidad?
Existe una obra de Lugones, dedicada a su esposa, Juana González, titulada “El libro fiel”. Es un extraño conjunto de poemas desapasionados, carentes de toda sensualidad y de un lirismo raso. El acento, tal como su nombre lo indica, está puesto en la fidelidad antes que en la pasión. La esposa debe ser apreciada con un cariño fraterno. Lugones escribe:
“Y bajo una paz lejana
Ver afanarse con seriedad sencilla
Tu diligente juventud de hermana.”
Resulta perturbadora la alusión incestuosa como definición del matrimonio. Pero además, Leopoldo Lugones declaraba a quien quisiera escucharlo que él era «el marido más fiel de Buenos Aires».
De acuerdo con semejantes títulos y honores autoproclamados, todo haría suponer que la vida íntima de Lugones fue un dechado de virtud y fidelidad. Sin embargo, el hallazgo de ciertas cartas secretas demuestra otra cosa:
En su hora más solitaria, hacia el comienzo del otoño de la edad, sucedió un hecho inesperado en la gris existencia de Leopoldo Lugones. Una tarde de 1926 llegó como todos los días a la Biblioteca del Maestro. Estaba por entrar en su despacho de director cuando, de pronto, una joven lo interceptó.
Lugones, engreído como era, le preguntó: «¿Viene por un autógrafo?». Sin embargo, al acomodarse los anteojos, sus ojos miopes recorrieron de arriba abajo la anatomía de la mujer y, después de una inspección minuciosa, la invitó a pasar al despacho. Una vez dentro, la muchacha, que ceñía su cuerpo en un ajustado vestido verde, se presentó y expuso a Lugones el motivo de su visita.
El nombre de la veinteañera era Emilia Santiago Cadelago, egresada del Instituto del Profesorado de Letras. Emilia venía a pedirle un ejemplar de “Lunario sentimental”, obra publicada en 1909 que estaba agotada.
Recordábamos que fue el soporte intelectual de la nefasta dictadura de 1930 y que su hijo Polo Lugones, inspector de la Policía en aquellos años duros, fue el inventor de la picana eléctrica. En realidad, una más de sus perversiones. Porque, habiendo tenido el cargo de director del Reformatorio de Menores de Olivera, abusó sexualmente de los chicos que debía cuidar. Ese hecho, como dijimos, llevó a Leopoldo a rogar al Presidente constitucional Hipólito Yrigoyen para que intercediera por su hijo. Yrigoyen se compadeció, y luego Lugones le pagó con la traición, al participar activamente del golpe de Estado que lo derrocó.
Veamos algunos otros aspectos de la sórdida vida de Leopoldo Lugones.
La educación familiar fue conflictiva. Tironeado entre el fervor católico de su madre y las convicciones agnósticas de su padre, doña Custodia, madre de Lugones, llegó a recurrir a los oficios de un exorcista para arrancar el demonio del ateísmo del alma de su hijo. Y, al parecer, el trabajo del cura surtió efecto: Leopoldo Lugones abdicó del juvenil socialismo para abrazarse a la cruz y, sobre todo, a la espada. De hecho, en su discurso en Perú titulado «La hora de la espada», dijo el poeta: «El ejército es la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica».
De un día para el otro, Leopoldo Lugones se quedó sin amigos, sus colegas se alejaron y sus lectores le dieron la espalda. Lejos de apocarse ante aquella soledad, redobló la apuesta y escribió “La patria fuerte” y “La grande Argentina”, dos opúsculos que sintetizaban la esencia autoritaria de inspiración medieval. Ahora bien, ¿cómo se traducía este cambio en su moral cotidiana, su poética y su visión de la sexualidad?
Existe una obra de Lugones, dedicada a su esposa, Juana González, titulada “El libro fiel”. Es un extraño conjunto de poemas desapasionados, carentes de toda sensualidad y de un lirismo raso. El acento, tal como su nombre lo indica, está puesto en la fidelidad antes que en la pasión. La esposa debe ser apreciada con un cariño fraterno. Lugones escribe:
“Y bajo una paz lejana
Ver afanarse con seriedad sencilla
Tu diligente juventud de hermana.”
Resulta perturbadora la alusión incestuosa como definición del matrimonio. Pero además, Leopoldo Lugones declaraba a quien quisiera escucharlo que él era «el marido más fiel de Buenos Aires».
De acuerdo con semejantes títulos y honores autoproclamados, todo haría suponer que la vida íntima de Lugones fue un dechado de virtud y fidelidad. Sin embargo, el hallazgo de ciertas cartas secretas demuestra otra cosa:
En su hora más solitaria, hacia el comienzo del otoño de la edad, sucedió un hecho inesperado en la gris existencia de Leopoldo Lugones. Una tarde de 1926 llegó como todos los días a la Biblioteca del Maestro. Estaba por entrar en su despacho de director cuando, de pronto, una joven lo interceptó.
Lugones, engreído como era, le preguntó: «¿Viene por un autógrafo?». Sin embargo, al acomodarse los anteojos, sus ojos miopes recorrieron de arriba abajo la anatomía de la mujer y, después de una inspección minuciosa, la invitó a pasar al despacho. Una vez dentro, la muchacha, que ceñía su cuerpo en un ajustado vestido verde, se presentó y expuso a Lugones el motivo de su visita.
El nombre de la veinteañera era Emilia Santiago Cadelago, egresada del Instituto del Profesorado de Letras. Emilia venía a pedirle un ejemplar de “Lunario sentimental”, obra publicada en 1909 que estaba agotada.
El padre del modernismo argentino quedó extasiado ante la joven. La respuesta del poeta sonó como un pretexto para volver a verla: le dijo que no había ningún ejemplar en la biblioteca, pero prometió conseguirle uno. Era la excusa perfecta para concertar una cita. Si en 1924 pronunció «La hora de la espada», ahora, ante la aparición providencial de la muchacha de vestido verde, habría de escribir “La hora del destino”:
“Lo que aquella tarde me cambió la vida
Dejándola a la otra para siempre atada,
fue una joven suave de vestido verde
que con dulce asombro me miró callada.”
De pronto, «el hombre más fiel de Buenos Aires», el autor de “El libro fiel”, inició un romance tan secreto como apasionado con Emilia, a quien rebautizó con el nombre de la deidad griega Aglaura.
El ascético juglar se convierte de pronto y literalmente en un semental poético. Las cartas secretas que Lugones escribe a Emilia Cadelago son uno de los hallazgos más sorprendentes y horrorosos del género epistolar, salidas de la trama de una novela de horror: la tinta con la que están escritas mueve a la náusea: sangre mezclada con otros fluidos más viscosos realzan y enfatizan las frases. Sí, leiste bien: papeles llenos de palabras empalagosas salpicadas con esperma, borroneadas con saliva, rastros táctiles y huellas sanguinolentas que unen párrafos o subrayan palabras.
. Pero el desenlace de esta historia une, como una tragedia griega, a todos estos personajes y a su descendencia, encadenando sus destinos con el dramático derrotero argentino.
F. A.
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