Ninguna palabra es caprichosa. Ninguna es un mero sonido o una simple acumulación de letras. Cada una nació de una necesidad humana esencial. La comunicación. La necesidad de transmitir y compartir ideas, experiencias, vivencias, expresar sentimientos y emociones, conformar preguntas acerca del mundo que habitamos. Y de la necesidad de nombrar y dotar de significado a ese mundo. Pareciera que hablar, leer y escribir son actos naturales, pero no es así. Se trata de una suerte de milagro producido por la humanidad a lo largo de su evolución, que se repite una y otra vez en la historia de cada individuo. Acaso nada nos hace humanos como la palabra y, con ella, nuestro modo de estar en el mundo o de ausentarnos de él y de los otros.
En un pequeño teatro de Buenos Aires llamado El tinglado todo esto se expresa durante dos noches de cada semana de un modo inolvidable y conmovedor. Ocurre cuando se representa la obra El diccionario, del dramaturgo español Manuel Calzada Pérez. Tres actores (la imponente Marta Lubos, acompañada con amorosa perfección y compenetración por Roberto Mosca y Daniel Miglioranza bajo la inspirada dirección de Oscar Barney Finn) escenifican allí la gesta de María Moliner, creadora de un instrumento esencial e imprescindible para la comprensión, el enriquecimiento y la vida misma de nuestro idioma: el Diccionario del uso del Español. Nadie que hable, escriba, lea o simplemente ame esta bella lengua con la que construimos nuestros vínculos, narramos nuestros sueños y proyectos, compartimos nuestros dolores y esperanzas, con la que nos amamos y salimos de la soledad primordial de la existencia, debería privarse de esa herramienta.
María Moliner, zaragozana de nacimiento, murió el 22 de enero de 1981, a los 80 años. En sus años finales, cruel paradoja, una arteriosclerosis cerebral desordenó por completo su vocabulario privándola del uso de aquello que tanto amó y que dio sentido a su vida. Aun así, su misión estaba cumplida y la razón de su existencia plenamente expresada. Fue bibliotecaria (nada más, nada menos), trabajó con entrega y compromiso dentro del gobierno republicano en busca de extender una red de bibliotecas por toda España y de fomentar el uso de la palabra. Reprimida y castigada luego por el franquismo, como su marido, el físico Fernando Ramón y Ferrando, aun así su plan de Bibliotecas se siguió considerando inmejorable. En su casa, en fichas que escribía a mano mientras criaba a sus cuatro hijos y desarrollaba tareas domésticas, se dio a una empresa titánica. Crear un diccionario vivo, orgánico, como decía ella, capaz de reflejar el idioma tal como es, como se usa, como respira (puesto que vive), arrancando para eso desde el mismo nacimiento de cada vocablo y siguiendo su evolución. Un desafío a lo que llamaba pereza e irresponsabilidad de quienes, desde la Real Academia de la Lengua, acartonaban y disecaban las palabras, sustrayéndolas del mundo y de la vida.
Ese empeño, que le llevó 17 años (entre 1950 y 1967), se muestra en la puesta teatral con una potencia y una síntesis emocionantes. Allí se muestra el sentido de una vida y cómo ese sentido puede iluminar otras vidas cuando, una vez descubierta la razón por la que una persona viene al mundo, esa razón se plasma en una misión. Por ese motivo María Moliner pudo incluso sacar de la rígida caja cientificista al psiquiatra que la trataba, dejar de ser un caso, y convertirlo en su mejor aliado y confidente. En esa epifanía que componen la vida y obra de María Moliner y la puesta de esta obra que la homenajea, además de reafirmar el poder de la palabra se comprende de un modo profundo y emocionante qué significa vivir con sentido.
S. S.
María Moliner, zaragozana de nacimiento, murió el 22 de enero de 1981, a los 80 años. En sus años finales, cruel paradoja, una arteriosclerosis cerebral desordenó por completo su vocabulario privándola del uso de aquello que tanto amó y que dio sentido a su vida. Aun así, su misión estaba cumplida y la razón de su existencia plenamente expresada. Fue bibliotecaria (nada más, nada menos), trabajó con entrega y compromiso dentro del gobierno republicano en busca de extender una red de bibliotecas por toda España y de fomentar el uso de la palabra. Reprimida y castigada luego por el franquismo, como su marido, el físico Fernando Ramón y Ferrando, aun así su plan de Bibliotecas se siguió considerando inmejorable. En su casa, en fichas que escribía a mano mientras criaba a sus cuatro hijos y desarrollaba tareas domésticas, se dio a una empresa titánica. Crear un diccionario vivo, orgánico, como decía ella, capaz de reflejar el idioma tal como es, como se usa, como respira (puesto que vive), arrancando para eso desde el mismo nacimiento de cada vocablo y siguiendo su evolución. Un desafío a lo que llamaba pereza e irresponsabilidad de quienes, desde la Real Academia de la Lengua, acartonaban y disecaban las palabras, sustrayéndolas del mundo y de la vida.
Ese empeño, que le llevó 17 años (entre 1950 y 1967), se muestra en la puesta teatral con una potencia y una síntesis emocionantes. Allí se muestra el sentido de una vida y cómo ese sentido puede iluminar otras vidas cuando, una vez descubierta la razón por la que una persona viene al mundo, esa razón se plasma en una misión. Por ese motivo María Moliner pudo incluso sacar de la rígida caja cientificista al psiquiatra que la trataba, dejar de ser un caso, y convertirlo en su mejor aliado y confidente. En esa epifanía que componen la vida y obra de María Moliner y la puesta de esta obra que la homenajea, además de reafirmar el poder de la palabra se comprende de un modo profundo y emocionante qué significa vivir con sentido.
S. S.
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