martes, 10 de octubre de 2017

PENSAMIENTOS COMPLEJOS



En la escuela y la universidad, nos ponen nota (o, ahora, "créditos") por nuestros logros académicos. Si tenemos buen desempeño en el trabajo, nos dan un ascenso. Los artistas compiten por premios en pequeños salones o en bienales internacionales; los cineastas, por osos, palmas y leones; los tenistas, por "ensaladeras"; los científicos, por distinciones de sociedades científicas o hasta por el Nobel; los matemáticos, por la medalla Fields; los periodistas y escritores, por galardones municipales, provinciales o nacionales, el Pulitzer o el Príncipe de Asturias.
Y cada uno de estos reconocimientos, a diferencia de lo que sucede en el deporte, en el que no queda mucho espacio para la discusión (gana el equipo que hace más goles, el velocista que llega antes a la meta), requiere de la intervención de una figura clave: el jurado.
De más está decir que la invitación a formar parte de un jurado (en mi caso, de periodismo científico) toca una fibra de nuestra vanidad que de algún modo la hace irresistible. Pero los que hayan pasado por ese trance me darán la razón si digo que se trata de una de las tareas más arduas. Debo confesar que, incluso después de haber participado en unos cuantos, tanto en el ámbito nacional como internacional, y salvo situaciones de inusual disparidad, es difícil enfrentar el desafío de elegir a un postulante entre muchos otros mientras en todo momento nos acecha la duda acuciante de estar pasando por alto contribuciones valiosas.
Al principio, todo parece ir sobre ruedas. Nos disponemos a revisar un puñado o varias decenas de trabajos con la planilla de Excel que detalla los criterios de selección para armar un ranking al alcance de la mano (originalidad, profundidad de la investigación, rigor, exactitud, recursos estilísticos). Pero cuando, a medida que avanzamos, nos encontramos con un grupo de producciones superlativas (cada una a su modo y, lo peor, difíciles de comparar entre sí), empieza una batalla sorda con la voz interior que nos interpela: "Éste está escrito con audaz maestría... Ésta es una investigación más convencional, pero inusitadamente sólida" o, en fin, "¡Qué original!, pero un tanto temerario en sus afirmaciones...".
Además, los jurados, como los cuarks, vienen en variados colores y sabores.
Los hay integrados por personalidades abrumadas de ocupaciones, más interesadas en el honor que en ceder sus circuitos cerebrales a insidiosas encrucijadas morales. Otros son admirablemente rigurosos. Sus integrantes respaldan con solvencia cada una de sus elecciones, discuten vehementemente y hasta ponen en tela de juicio cuestiones ontológicas, que cuestionan incluso qué valores deben premiarse. Los intercambios que se dan en el marco de estas disputas casi siempre amigables, a través de mensajes electrónicos, misivas en papel o discusiones a viva voz, son un capítulo enriquecedor y un aprendizaje que nos ayuda a entender incluso aquello que no sabíamos que ignorábamos.
Por lo general, no importa lo divergentes que hayan sido los veredictos individuales, más temprano que tarde se llega a la "fumata blanca". Es lo que sucede en la mayoría de los casos, aunque a veces no hay forma de llegar al acuerdo. No, no y no. Entonces, quien haya votado en minoría se queda con el gusto amargo de una distinción que considera injusta.
Y cuando se entregan los premios, mientras el ganador festeja y se siente el elegido de los dioses, hay alguien que tal vez nunca se entere de que estuvo muy, muy cerca de la victoria. Es más: que tal vez también la merezca. Aunque se tomen todos los recaudos y se intente ejercer el máximo de la ecuanimidad, siempre queda margen para la fortuna: esa que -como escribió Cervantes- "es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo, ciega, y así no ve lo que hace, ni sabe a quién derriba ni a quién ensalza". ¡Qué difícil es ser jurado!

N. B.

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