viernes, 10 de noviembre de 2017

HISTORIA DE VIDA



Nuestras existencias van marcando hitos que a veces están escritos en la memoria del tiempo con lágrimas y flores, sonrisas y esperanza. Ella tenía una edad en la que las cosas ya no se medían con fantasías, sino más bien con la legítima balanza de la verdad.
Hacía muchos meses que no regresaba, el puente colgante que unía las rocas con la casita del árbol se movía con el viento. Al entrar en ella, cerró la puerta y dejó la tormenta atrás, y sin sacarse la campera comenzó a juntar astillitas para encender la cocina. Todavía debía regresar al bote, buscar la comida y su bolso de ropa. Siempre era bueno, después de tantos años, pasar temporadas allí.
Su cuerpo se movía con precisión dentro de los pequeños espacios. Desde el mismo muelle había encendido el grupo electrógeno y el motor que cargaba agua en el tanque. Con un solo fósforo y una precisa certeza prendió el fuego, que comenzó a chisporrotear; con el fierro de atizar le sacó la tapa a la cocina de hierro fundido y dispuso la pava llena de agua helada.
El invierno ya había pasado hace meses, pero afuera, en los lugares sombreados, aún había más de un metro de nieve. Ella sabía que al día siguiente, cuando él llegara, bajaría a buscar nieve para hacerse un Negroni. Miró en el estante y vio los vasos muy finitos que le gustaban. A través del tragaluz veía las ramas del árbol, que le daban sostén a la casa, parecían brazos que pasaban muy cerca de los vidrios. Las gotas de agua que resbalaban por las ventanas le hicieron pensar en la poesía de Eliot. Se alegró de ver que durante el invierno los ratones no habían buscado guarida en la pequeña casa, no había trazos de ellos, todo parecía bastante limpio aunque tenía planeado a la mañana siguiente sacar todo afuera y limpiar la casa con detalle, como lo hacía siempre.



Ya sería el sexto año que se encontrarían allí, no se hablaban durante el año, casi no se escribían; sólo a veces para ratificar la fecha exacta del nuevo encuentro, que sucedía siempre por treinta días entre octubre y diciembre. Un mes de charlas y afonía, de cocina y caminatas y también días de silencios.


Eran amantes, más bien respetuosos amantes de la individulidad. Nunca ninguno de los dos había propuesto una extensión de lo que tenían, sabían que aquel mes que compartían juntos era como un zafiro límpido en el horizonte de las vidas que cada uno continuaba en ciudades y países diferentes. Se cocinó antes de acostarse unos huevos pasados por agua que comió con galletitas, mucha pimienta y manteca derretida. Al acostarse y apagar la vela sintió el vértigo del próximo día pensando en qué les depararía este nuevo mes juntos. La relación estaba basada sólo en lo que compartían, ya que no hablaban demasiado de lo que les había sucedido a través del año; un año que no se sentía como una distancia, sino más bien como una suma de meses que los llevaba otra vez a aquel lugar distante del mundo.


Vivirían colgados de una ínfima casita arriba de un árbol, como un nido de pájaros. Ella había contratado hacía muchos años un maestro carpintero que había puesto con esmero ese pequeño refugio en la copa de una añoso árbol que era un símbolo de atrevimiento o la extensión de su balanza; que medía libertad y verdad.
A la mañana siguiente, al despertarse, mientras desayunaba limpió la casa con esmero, y ya cerca del mediodía al mirar el horizonte vio cómo se acercaba el bote. Él llegó con su acostumbrada mansedumbre. 

Esa noche, mientras tomaba su Negroni, le propuso pasar un año entero juntos allí, sumando la construcción de un atelier al lado del muelle. Mientras él dibujaba los detalles de las ventanas del techo, ella tuvo que darse vuelta y fingir el lavado de un plato. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

F. M.

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