sábado, 11 de noviembre de 2017

LECTURA RECOMENDADA


Una desolación perfecta
Se reeditan magistrales cuentosdel gran escritor estadounidense Richard Yates


Conviene apresurarse. La primera edición en castellano de Once tipos de soledad, publicada en 2002 por Emecé, duró poco en las librerías, así que no es cuestión de perderse esta nueva oportunidad: Fiordo acaba de reeditar aquellos cuentos de Richard Yates, conservando la misma traducción (ahora revisada) de Esther Cross.
Además de un formidable escritor, Yates (Nueva York, 1926- Alabama, 1992) fue un personaje singular. Participó de la Segunda Guerra Mundial como miembro del ejército de los Estados Unidos y allí se contagió de tuberculosis (ambas experiencias, la de la disciplina militar y la de la enfermedad, son recreadas en las historias de Once tipos de soledad). De regreso en su país, trabajó como redactor publicitario, escribió guiones y hasta discursos para el malogrado Robert Kennedy. También novelas, y sólo dos conjuntos de relatos: el que aquí nos ocupa y Mentirosos enamorados, que Fiordo promete traducir y publicar en 2018. En la rica tradición de la literatura norteamericana, los críticos lo ubican como heredero de Hemingway y precursor de Carver, con alguna digresión estilística hacia Fitzgerald, que cabe agradecer.
Once cuentos ilustran los once tipos de soledad a los que alude el autor. Con una escritura sobria pero nada parca, densa en finas observaciones psicológicas que penetran el alma de sus criaturas, Yates cuenta los malentendidos, los desencuentros, las esperanzas pequeñas, las derrotas cotidianas que animan unas vidas ínfimas, cobijadas en el tedio suburbano y diluidas en el ajetreo de las grandes ciudades, donde hombres y mujeres son piezas falladas (y descartables) de los sistemas y las instituciones que estructuran la sociedad: el hospital, la oficina, la escuela, la familia, las fuerzas armadas.
Yates es magistral a la hora de mostrar los efectos devastadores de la estupidez bienintencionada que se ignora a sí misma. Allí está, como ejemplo, la maestra progresista y "comprensiva", políticamente correcta avant la léttre, que termina hundiendo al niño que se proponía salvar. O el entusiasmo pueril de las compañeras de una secretaria que está a punto de contraer el más desdichado de los matrimonios.
Hay otro recurso que despliega el autor con maestría. Se trata de un desdoblamiento, una especie de distanciamiento cinematográfico respecto de sus propios problemas al que recurren los protagonistas de sus cuentos en los momentos de mayor angustia. Así lo hace Grace en "Lo mejor" cuando ya presiente con fuerza que su pareja se va a pique: "Ella se apoyó contra la puerta después de cerrarla con las manos agarradas al picaporte detrás de la cintura, como cierran las puertas las heroínas de las películas".
También Walter, en "Un perdedor nato", parece encontrar cierto alivio psíquico en actuar el comportamiento estereotipado de los héroes del cine, cuando recibe la noticia de que acaba de ser despedido y sale del despacho de su jefe. "Había que atravesar unos quince metros para volver al cubículo y Walter Henderson lo hizo con estilo. Era consciente de lo elegantes y derechos que se veían sus hombros desde donde estaba Crowell. Y mientras se abría paso entre los escritorios y los que estaban sentados levantaban la vista para mirarlo con timidez o amagaban con hacerlo, también era consciente del juego sutil de emociones controladas de su cara. Era como una escena de película".
Una sola advertencia: todo lo que a los personajes de Yates les podría salir mal, efectivamente, les sale mal. Hay injusticia y hay dolor en esas páginas. Pero sin énfasis. Como recomendó Kate Atkinson de The Guardian, con admirada sinceridad y una pizca de humor: "Lea y llore".

Once tipos de soledad
Richard Yates
Fiordo


V. CH.

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El origen de todo relato, dice Ricardo Piglia, es una investigación o un viaje. Peso estructural, de Gonzalo Castro, nace en un puente entre los dos: Ingre es una joven profesora de danza contemporánea que vive en Villa Devoto sin hacer nada importante. No dice qué busca, pero observa con una precisión minuciosa cada signo de su cuerpo. Su hermano Juan, en cambio, viaja al norte de Brasil con la pretensión de ser más que un turista. Pero, en verdad, permanece inmóvil a bordo de una embarcación varada en un río de la selva.
La tercera novela de Gonzalo Castro avanza así a partir de dos movimientos aparentemente opuestos: el deambular en la ciudad y la quietud en medio de lo que se pretendía una aventura.
En la frontera del bildungsroman, la serie de acciones cotidianas que impulsan la vida de Ingre responde a un enigma, sólo que ella no lo sabe. Se lava el pelo, conduce un auto, va a una fiesta y va surgiendo algo íntimo que ella desconoce: una sexualidad inesperada. A pesar de que Ingre vive centrada en la tensión y elasticidad de sus músculos para afrontar el presente, se revela una sensibilidad nueva.
Del otro lado, Juan permanece en la cubierta de un barco de madera. Las aguas bajaron y su vida se detuvo en el norte brasileño. De ese modo, tiene que concentrarse en las actividades diarias como pescar, encender un fuego, mirar los nudos de la madera y pensarse. Lo sorprendente es que la actitud de contemplación del personaje se vuelve la experiencia del lector. No va a importar la secuencia de los sucesos, como ocurre habitualmente; lo que cautiva es la extrañeza que provocan por sí mismos. Es decir, la narración va dando forma en el lenguaje a la transformación a pesar de que, en verdad, no suceda nada extraordinario. Juan también va aprendiendo a mirar. No es casual el título, Peso estructural: hay un juego de equilibrios constantes que parece repartir el peso en la estructura de la novela. Las palabras forman un mundo natural para cada hermano, que, lentamente, pasa a ser parte del mundo del que lee.
En ese balance, quedan a la vista algunas escenas que irrumpen desde la niñez como destellos. En ellas se esconden las claves del vínculo de amor filial que une a Ingre y Juan a pesar de la incomunicación del presente. En los rastros de la infancia ya se llega a adivinar el impulso que los lleva a abandonar la dependencia mutua.
De un modo simple, Castro (Buenos Aires, 1972) continúa la línea de sus novelas anteriores -Hidrografía doméstica y Hélice- y parece retomar, con un lenguaje íntimo, la utopía que recorre buena parte de la obra de Juan José Saer: cómo captar el instante en la literatura.

PESO ESTRUCTURAL
Por Gonzalo Castro
Entropía, 223 págs., $ 260


G. C.

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