jueves, 2 de noviembre de 2017

PENSAMIENTOS COMPLEJOS


Esto ocurrió durante una cata en una enorme y casi centenaria bodega de San Rafael, Mendoza. Luego de los taninos, las violetas, las ciruelas y otros descriptores aromáticos de rigor, pasamos a un blanco taimado. La sommelier a cargo nos alertó:
-Aquí van a percibir algo raro, no van a poder identificarlo.
Todos hicimos el mismo gesto -inexperto, pero cargado de curiosidad- al acercar la nariz al borde de la copa. En efecto, era extraño e inasible. Atractivo, también; incluso adecuado. Pero se escurría toda vez que el sutil mecanismo de nombrar los azares del olfato trataba de atraparlo. Entonces, como si nada, la mujer con quien había emprendido aquella ruta del vino, profirió:
-Esto tiene aceituna.
La sommelier que guiaba la cata se quedó de una pieza y la miró con fijeza. Era, obviamente, un extravío. Los vinos no tienen descriptores de aceituna. Ananás, cítricos o el césped, que en la imaginación siempre es amistoso. ¡Pero no aceituna!
-Exacto -admitió, incrédula, la catavinos de la bodega-, tiene aceituna. Nadie lo descubre la primera vez.
Los demás hubimos de regresar, abochornados, a nuestras copas, y hoy esa perceptiva mujer se ha convertido en sommelier internacional. Decidió seguir el sendero de ese raro don que le había regalado la Providencia. Puede identificar descriptores aromáticos, darles nombre, apresarlos en la brumosa y embrionaria penumbra del olfato.


No tengo idea de cómo lo hace, pero ese día reflexioné mucho, mientras conducía por las estribaciones de los Andes, acerca de los milagros de la percepción. El que caracteriza a los músicos tiene una denominación grandilocuente, pero preciosa: oído absoluto. ¿No es algo casi sobrenatural el que una persona pueda identificar meras ondulaciones en las moléculas del aire?
Ni los descriptores aromáticos ni las notas tienen nombres en mi mente. Pero si cocinar ha sido para mí un deleite creativo durante los últimos 30 años es porque puedo combinar sabores y perfumes en mi cabeza, a voluntad. Ahora, mientras escribo, recorro el comino; el cardamomo; el anís; el coriandro -que es el nombre que recibe aquí el fruto del cilantro, aunque ambas palabras significan lo mismo-; la obstinada albahaca; los numerosos aceites de oliva; el verdadero aceto, tan difícil de conseguir; el azafrán; los hongos de pino; el romero; la miel; el jengibre; la menta; la cúrcuma; el ajo, y el indispensable laurel. El orden no es arbitrario.
Sin embargo, existen un sabor y un perfume que no puedo rememorar: el del maracuyá. Para mi paladar no es una fruta, sino todas las frutas, y su fragancia prodigiosa me excede.


Durante mi vida he ido coleccionando las historias de estas destrezas que habitan en la indecisa frontera que hay entre los sentidos y la conciencia. Tal vez una legítima descripción del mundo sólo podría lograrse al combinar las percepciones de todos los seres humanos que han existido y todos los que han de existir. Los sentidos, los sentimientos, el sentido, el sentir. Vaya ramillete de significaciones.

Conocí una abuela que era capaz de oír la lluvia y, en los días tempestuosos, de pronto miraba hacia arriba y declaraba "ahí viene", justo un instante antes de que el aguacero confirmara su predicción. Conocí muchos fotógrafos, por mi trabajo; ellos son los que ven por nosotros. Conocí a un suboficial, en el Ejército, que tenía puntería perfecta; podía acertarle a una hoja en particular de cierto álamo con una piedrita minúscula sin fallar nunca. Y conocí a un anciano que imitaba las voces de los pájaros con tal exactitud que causaba un sonoro alboroto entre jilgueros, benteveos y gorriones.
Estoy seguro de que todos tenemos, secretamente, un lado B, una conexión fortuita entre la neurología de la percepción y el anfiteatro del entendimiento. Una conexión que un día nos permitirá descubrir una aceituna imposible en una copa de vino blanco. Tales hallazgos son una forma de la felicidad.

A. T.

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