jueves, 25 de enero de 2018

AIRE PURO,PERFUMADO, NATURAL....



"Estuvo triste, el día", comenta Azucena. Ni húmedo ni inestable, ni cálido o frío. Triste. Miro a través de la ventana del hotel: desde que llegamos a este rincón de las sierras cordobesas, no hubo una sola jornada sin ese sol extrañamente duro, seco y radiante que suele enseñorearse por aquí. Ni una sola tarde donde, con la ansiedad de los hambrientos, no hubiéramos devorado perfumes serranos, descubierto alguna módica cascada, fatigado la pileta una y otra vez y otra. La miro a Azucena; tan de sonrisa morena ella, tan de ojotas y filtro solar yo. Quizás es por el agua, me dice. Porque anduvieron necesitando agua las plantas, los aguaribays, todo ese enjambre verde que nos rodea y que, ahora vengo a enterarme, nunca llegué a ver realmente.


Cada día, Azucena deja impecable nuestra habitación y nos libera -me libera- de la mecánica de lo doméstico. Nos contamos algunas cosas. Ella nació en Buenos Aires, por el barrio de Belgrano. Se enamoró muy joven. Y muy joven se vino a vivir, con su marido cordobés, a las inmediaciones de la reserva natural de Vaquerías, una maravilla de bosque nativo anclado en Valle Hermoso. Por aquí se hizo madre, armó hogar, hizo del trabajo su armazón cotidiana. Y a la ciudad de Buenos Aires, si puede, ni la pisa.
"Es que cuando estoy allá no puedo respirar", explica e intenta dibujar con las manos algo así como una nube de asfixia. "Hay tanto aire acá -insiste-. Me debo haber acostumbrado". Sin necesidad de recetas de yoga ni mindfulness, vuelve a la carga con la respiración. "¿Sabés lo que más extraño cuando voy de visita a Buenos Aires? El perfume", asegura. Entonces, entre risueña y confesional, baja la voz como si temiera ofender y lanza: "Porque allá el aire huele mal".
Azucena sabe. Percibe algo que a mí se me escapa de pura ceguera y hambre y ansiedad. De puro vivir como evento lo que para ella no es más que el blando sucederse de los días.
Azucena me hace pensar en Philippe Claudel, un escritor francés del que nunca escuchó hablar y que, a diferencia de ella, no pasó la infancia en la gran ciudad, sino en el bucólico paisaje de la Lorena francesa. Escribió un libro, Aromas, donde traza una suerte de autorretrato -un inmenso homenaje a la potencia insobornable de la niñez, también- basado casi exclusivamente en las fragancias, los perfumes y olores que marcaron sus primeros años en el campo.

 En sus memorias, respirar en las afueras de la casona familiar era sumergirse en una fragancia viva, diversa, nutritiva. "Paso mi infancia en un encandilamiento permanente; la naturaleza acompaña cada una de mis metamorfosis entregándome un secreto", escribe. Y cuenta cómo, pequeño y sabio, recorría los caminos próximos a las granjas cerrando los ojos, porque no quería ver, sino sentir; escuchando con cada poro de la piel lo que la humedad, la textura y la grácil entidad del aire tenían para contarle. "Hay tanto para aprender y para recibir", asegura y demuestra, en cada breve capítulo del libro, que el universo no late allá lejos, sino aquí cerca, en el chasquido de un ajo al freírse, en lo punzante de un postre con canela; en el pelaje de los caballos, el heno, las sábanas frescas. En el pulóver de alguien que ya no está. En el sudor de un niño que duerme. O en la ofrenda tenue e inmensa de las flores silvestres; esas en las que Claudel a veces encontraba el dejo del anís, que suelen crecer agrupadas como en ramos espontáneos, y que en nuestros paseos serranos también nos sorprendían, anónimas para los legos, con su belleza noble, múltiple y discreta.
La sombra de los árboles, el silencio de una caminata nocturna o -sobre todo, dice Claudel- la neblina "permiten entrar en lo más profundo de uno mismo". Algo de eso, sospecho, descubrió Azucena, la intérprete del ánimo de los días. Algo de eso, me digo, habrá que inventarse al volver a la ciudad donde el aire se hace desear.

D. F. I.

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