jueves, 25 de enero de 2018

NO ESTAMOS SOLOS

Cada tanto vuelven, a veces en forma de hombrecitos verdes, otras con antenas, y muchas con ese aire de inteligencia superior que amenaza con destruir a la humanidad con el movimiento del meñique (si es que tienen meñique, claro). El asunto es por qué tenemos esa obsesión con la vida extraterrestre y, además, con seres superiores que no parecen molestarse demasiado en visitarnos para que los llevemos a nuestros líderes o los invitemos unos mates.
¿Será que la permanente búsqueda de ese país llamado Extraterrestria tiene algo de. religioso? ¿Buscamos marcianitos -o uranitos, o alfa-centauritos- con el mismo fervor que creemos en seres sobrenaturales o. dioses? Lo cierto es que lo primero que viene a la cabeza son individuos un tanto humanoides -suelen tener una cara, dos patas, dos brazos, un cerebro descomunal- y, sobre todo, superiores. Sí, como dioses.
Hasta acá, no hay mucho más que una discusión de bar o de cena de Año Nuevo: pasame el vitel toné, a vos te parece que hay extraterrestres que nos controlan, alcanzame un escarbadientes. Pero hay más: una investigación muy reciente (llamada convenientemente No estamos solos, del especialista en psicología de las creencias Clay Routledge y publicada en la revista Motivación y emoción) reporta una relación inversa entre religiosidad y creencia en inteligencias extraterrestres. Se trata de una serie de estudios en que personas de distintos credos o ateísmos parecen demostrar que aquellas personas con bajo nivel de creencia religiosa pero con un alto deseo de "sentido" de la vida tienden a ser más propensos a mirar al cielo en busca de vecinos lejanos. De alguna manera, ese deseo de no estar solos, buscado a través de vida inteligente ahí afuera, puede reemplazar cierta necesidad de dioses sobrenaturales. En cierta forma, los E.T. serían deidades para ateos (que, de paso, les pueden asignar un gran nivel de desarrollo en ciencia y tecnología). Por supuesto, los religiosos también pueden tener sus E.T. personales, acaso con otras explicaciones y motivaciones.
Quizá tengamos una necesidad innata -reforzada por la cultura- de buscar trascendencia, y la tratamos de llenar de distintas maneras: con dioses, con extraterrestres, con fenómenos paranormales. O, como querría Carl Sagan, mirando para arriba y maravillándonos de la naturaleza.
Pero, ¿cuán innata es esa necesidad de creer? En otro trabajo que compite por el premio a mejor título, ¿Creería Tarzán en Dios?, los investigadores de la Universidad Yale se preguntan si alguien criado en ausencia de un ambiente religioso llegaría a creer en dioses, vida más allá de la muerte y creaciones varias. Si bien hay evidencias que apuntan a que sí, los autores argumentan que no, que Tarzán no necesariamente sería creyente en su total desconocimiento de una cultura teísta. Claro que después llega Jane y se pudre todo (sobre todo con Chita).
Finalmente, en el libro Abducidos: cómo la gente puede creer que fue secuestrada por aliens, la piscóloga Susan Clancy entrevista a los "abducidos" que realmente están convencidos de haber sido llevados a la famosa Extraterrestria, claro que muchas veces esta recolección de recuerdos es ayudada por la sugestión y la hipnosis. Vale aclarar que la autora es justamente una experta en el tema de las falsas memorias, y así enmarca su investigación.
En fin, nos gusta creer: en dioses, en milagros, en extraterrestres, en que la Argentina va a ganar el mundial o en que nos merecemos un aumento. No es ni bueno ni malo: es. Quizá esa propensión a la creencia tenga bases comunes, y nos haga parte, nos constituya en un Homo credibilis con destino de buscar sartenes voladoras en el cielo. Si miramos mucho, en cualquier momento aparecen.

D. G.

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