La corrupción sindical corrompe el discurso de la justicia social
No alcanza con detener a los corruptos, es necesario someter a crítica su justificación social y moral
MARCOS NOVARO |
Una cosa son los simples corruptos y otra los corruptores, quienes se dedican a extender la enfermedad con esmero y desparpajo. No solo extendiendo sus prácticas sino dando letra al "discurso de la corrupción". Es que la corrupción no solo se oculta, también habla de sí misma, se justifica y busca legitimarse, presentándose como una conducta perfectamente moral.
Según la versión nac&pop, el rol activo del problema sería exclusividad de los empresarios, porque el origen del mal está en el capitalismo: si no fuera por el afán desmedido de lucro con que el capital y sus agentes, los hombres de negocios, contaminan el espíritu de las personas públicas, el sistema funcionaría lo más bien y gobernantes, jueces, policías y sindicalistas cumplirían con sus respectivos roles sin dejarse someter por el dios dinero. Pero esta es una visión por lo menos parcial y simplista de la cuestión. Los Cristóbal López no escasean, pero es ridículo pensar que son los parteros de los Néstor Kirchner, los Oyarbide o los Balcedo de este mundo.
Los corruptores, además, no solo trafican con plata. Es cierto que son emprendedores, algunos de indudable talento, y su meta es enriquecerse rápido y como sea. Pero el material con que operan es muy variado e incluye los recursos de poder y las necesidades y deseos del ambiente en que se mueven: reconocimiento y masas de gente dependiente de él, fallos judiciales y tráfico de influencias. Cada cual corrompe lo que tiene más a mano: los políticos, la confianza de sus electores; los jueces, la imparcialidad de la ley.
El caso de los sindicalistas es especial a este respecto por varios motivos. Su corrupción supone una doble traición de clase: venden a sus representados para abandonar su misma condición. Además suele incluir una buena cantidad de crímenes conexos y violentos, extorsión, patotas, y necesitar por tanto de la activa colaboración de otras familias de corruptos, jueces y políticos, especialmente. Por último y tal vez lo más importante, cierra el círculo del discurso de la corrupción ofreciendo una justificación social y moral de por qué el mal proviene del capital y de la reproducción de las desigualdades asociadas, poniendo a todos los que no lo tienen en condición de víctimas y asociando los actos corruptos con un gesto de rebeldía y reparación, particular y violenta, pero reparación al fin.
No es de asombrar que estas prácticas se hayan extendido a medida que se fueron secando las otrora potentes fuentes de movilidad ascendente en nuestra sociedad. Ni que actúen entonces como subterfugios para reproducir y legitimar el cuadro resultante: esta corrupción no tiene nada de "conducta desviada", todo lo contrario, ofrece la vía "normal" para hacer las cosas en una situación en que la justicia social está en boca de todos pero carece de significado y se impone un orden económico a la vez rígido, excluyente y de muy baja legitimidad.
Pescan sindicalistas con las manos en la lata todos los días y se justifican siempre de la misma manera: se los persigue porque promueven la justicia social, el gran capital que nos somete mueve los hilos de esta "persecución selectiva", motivada en el simple hecho de que los ya enriquecidos quieren para sí el monopolio del saqueo, odian que otros los imiten y se embolsen una mínima parte de lo que han venido acumulando ("en este país nadie hace la plata trabajando"; "toda gran fortuna está construida sobre el robo", y demás frases del saber popular están a la orden del día). Finalmente, para la gente común que asiste al espectáculo de detenciones y acusaciones cruzadas, ¿qué diferencia hace que algunos más se sumen a la fiesta? En todo caso habrá que considerarlos prisioneros de un vicio extendido, víctimas ellos también del perverso capitalismo argentino, el gran, único responsable.
Y, más importante que lo que dicen, hay que prestar atención a lo que han hecho de sus vidas. Todas ellas son espectaculares experiencias de ascenso social: hombres de muy baja condición devenidos grandes empresarios en un periquete, verdaderos self made men de esos que en otras actividades ya no se ven. Humberto Monteros tenía un plan social en 2002, en 2011 se registró como empresario y hoy es multimillonario. El "Caballo" Suárez más o menos lo mismo. Aunque nadie mejor que Marcelo Balcedo, un hombre sin duda de gran talento, que construyó un verdadero imperio sobre la base de un sindicato minúsculo y una red de medios deficitarios sin que en 20 años nadie o casi nadie advirtiera que podía haber alguna ilegalidad empañando tanto éxito.
Historias de superación, de gente humilde haciendo grandes progresos, ¿serán la versión actualizada del inmigrante que forjó un país de progreso y de amplias capas medias? No, son otra cosa muy distinta. Son la expresión de un sistema que liquidó ese país y nos dejó uno mucho más desigual y atrasado.
Para entender cómo funcionan la corrupción y sus justificaciones hay que tomar entonces el problema en su conjunto y por lo que es, parte esencial del sistema hoy dominante para reproducir el poder y el liderazgo, no simplemente una desviación respecto a la forma normal de hacer las cosas. Porque la corrupción envía ante todo un mensaje moral: le dice a la sociedad "este es el modo en que todavía se puede prosperar", ofreciendo una vía sustituta al esfuerzo, el sistema de movilidad social y también al distribucionismo, que hace décadas dejaron de funcionar para la mayoría.
A la vez sirve como mecanismo compensatorio de la irritación y la conflictividad que genera la creciente desigualdad material en un universo social aún dominado por un fuerte ethos igualitarista: si todo rico es un ladrón, al menos los pobres no tienen por qué sentirse profesional, moral ni humanamente inferiores a sus jefes y líderes, "somos todos iguales todavía, aunque solo sea en el hecho para nada virtuoso de que vivimos en la misma selva". El mecanismo, se entiende, funciona tanto para líderes políticos como, especialmente, para los sindicales, y más que compensa la muy relativa mácula de ser señalado como corrupto. De allí que en el "roban pero hacen", lo que "hace" el corrupto no esté necesariamente relacionado a algún beneficio material para los excluidos de la fiesta: lo esencial que "hace" es dar ejemplo, mostrar un camino aún abierto y probar que "todavía se puede". Ofrece, en suma, una igualación no material sino simbólica hacia abajo pero igualación al fin.
No alcanza, entonces, con detener y castigar a los corruptos y en particular a los corruptores, hay que interrumpir su discurso, someterlo a crítica. Si es cierto que no todos los sindicalistas son iguales, también lo es que no todos los ricos han llegado a donde están de la misma manera. Existe algo que se llama mérito y que no puede seguir siendo mala palabra, por más que les moleste a los fanáticos de San Agustín. Es tiempo de revisar nuestro igualitarismo y anticapitalismo si queremos dejar de tener un capitalismo prebendario tan poco inclusivo y competitivo. Como se ha visto con la violencia, la corrupción plantea una "grieta" que no hay que saltar ni desactivar, sino profundizar y resolver de una buena vez.
Sociólogo, historiador y doctor en Filosofía
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