sábado, 20 de enero de 2018

LA VUELTA DE FRANKENSTEIN

El mayor mito moderno cumple 200 años
En 1818 se publicó una modesta edición de la novela en la que una Mary W. Shelley plasmó los dilemas y avances de su época
MADRID.- Frankenstein nació de algo más que el desafío de lord Byron junto a una chimenea con vistas al lago Lemán en el verano más frío del siglo XIX. Todo lo depositado por Mary Wollstonecraft Shelley en la narración que alumbraría un mito universal -inspirador de casi un millar de obras entre el cine, el teatro y el cómic- tiene relación con las circunstancias extraordinarias que la rodearon desde que nació el 30 de agosto de 1797 en Londres. A su alrededor, el viejo mundo se había disgregado tras un atracón de revoluciones. La industrial se hallaba en plena sobreexcitación gracias al perfeccionamiento de la máquina de vapor de James ­Watt. La política digería la sobredosis de guillotina de Robespierre y compañía abrazando la vuelta al orden. Las ideas y la ciencia (aún llamada filosofía natural) se removían igual de convulsas, con las teorías de Lavoisier que inauguran la química moderna o las expediciones a los polos para profundizar en el magnetismo. Y todas aquellas revoluciones tomaban el té en su casa atraídas por su padre, el novelista y filósofo radical William Godwin (1756-1836), partidario de abolir la propiedad y contrario a toda forma de gobierno. El primer anarquista.
El propio entorno doméstico se forja contra la convención. Godwin vivía con su segunda esposa, Mary Jane Clairmont, y cinco hijos de diferentes orígenes biológicos en lo que hoy sería una moderna familia reconstituida. Mary W. Shelley crece marcada por el pensamiento de su madre, la escritora y filósofa Mary Wollstonecraft (1759-1797), que la invita a formarse como una ciudadana antes que una esposa sumisa. Una madre ausente, cuya tumba era un frecuente rincón de lectura. La autora trasladará su experiencia de orfandad a la criatura literaria, que esparce dolor y muerte porque no tiene quien le quiera.
En 1792, tras el éxito de un ensayo en defensa de la Revolución Francesa, Mary Wollstonecraft publicó Vindicación de los derechos de las mujeres, donde exigía la educación para las niñas. Se considera el primer tratado feminista. Si el pensamiento de Mary Woll­stonecraft resultaba transgresor en sí mismo, su vida encarnó varios mitos románticos por sus desamores y sus dos tentativas de suicidio.
Los dos escritores se hacen amigos, amantes y, por último, cónyuges entre burlas de la prensa conservadora (Godwin se había manifestado contra al matrimonio en escritos públicos). El miércoles 30 de agosto de 1797 nace la única hija de ambos, Mary.

 La filósofa ha pasado las contracciones leyendo en voz alta El joven Werther, de Goethe, con su marido. El mismo libro que en el futuro disfrutará en la ficción un engendro de dos metros y medio de altura y labios negros. Tal vez Mary no se educó como habría deseado su madre, fallecida a los 11 días del parto, pero su padre estimuló su intelecto desde primera hora. Los biógrafos sugieren que creció con más pensadores que afectos. Mary podía escuchar en su casa al poeta Samuel Taylor Coleridge, al inventor William Nicholson o al químico Humphry Davy. Su padre la llevaba a conferencias sobre electricidad y a tomar el té con el divulgador del vegetarianismo John Frank Newton. Todo ese magma intelectual y creativo dejó huellas en Frankenstein: el capitán Walton alude a un poema de Coleridge ("La balada del viejo marinero") y el gigante mata, pero es vegano. En el mismo arranque de la novela se presenta un viejo amigo de Godwin: "En opinión del doctor Darwin, y de algunos fisiólogos de Alemania, los sucesos en los que se basa la presente ficción no son enteramente imposibles".
El médico y naturalista Erasmus Darwin, defensor de una teoría sobre el origen único de la vida y abuelo del autor de El origen de las especies, también se evocará en Villa Diodati en el frío verano de 1816. Horas antes de que Mary tenga la visión que alimenta Frankenstein, los poetas lord Byron y Shelley rememoran uno de sus supuestos ensayos, según relata la propia escritora: "Quizás un cadáver podría reanimarse, el galvanismo había dado pruebas de cosas semejantes: quizá se podrían manufacturar las partes componentes de una criatura, y después podrían reunirse y dotarlas del calor vital". La gran pregunta que se hace Victor Frankenstein -"¿Dónde residirá el principio de la vida?"- era la gran pregunta de la época. Ante la falta de respuestas precisas, triunfan los sucedáneos.
El poeta Percy Bysshe Shelley también acabaría frecuentando el ágora doméstica de William Godwin, atraído por el pensamiento de un filósofo casi más célebre por controversias públicas como la que mantuvo con Malthus que por sus espesos tratados políticos. Percy era igualmente especialista en controversias: se había casado con la oposición de su influyente familia y acababa de ser expulsado de Oxford por propagar el ateísmo. Mary tiene 16 años cuando se fuga con él, aunque en seguida regresan por la falta de dinero. A partir de ahí, sus biografías alimentan el mito de la perfecta pareja del romanticismo, con una sucesión de cimas literarias y cadáveres jóvenes: solo sobrevive uno de sus cuatro hijos y, a los 29 años, Shelley se ahoga en Italia. Pero cuando Mary W. Shelley escribe su relato en 1816 para la competición sobre historias de fantasmas, que ha convocado lord Byron en el verano más frío del siglo, tiene solo 18 años, un bebé vivo y otro muerto, y una relación escandalosa que finalizará con el suicidio de la primera esposa de Shelley. Ignora que está forjando un mito universal y que, en aquella familia donde solo contaban los que tenían méritos literarios, rebasará la popularidad de todos ellos.

El 1° de enero de 1818, casi dos años después de la estancia en el lago Lemán, se publica Frankenstein o el moderno Prometeo con una tirada de 500 ejemplares. No lleva firma. Se especula con la mano de Percy B. Shelley. Pero si algún incrédulo ha sobrevivido en estos 200 años, en 2013 perdió la última esperanza. Ese año salió a subasta por 477.422 euros un ejemplar de la primera edición dedicado a lord Byron "por el autor". La letra fue autentificada como de Mary Shelley.
En la segunda edición de 1823 (de tirada similar a la anterior), la escritora se identifica. En apenas tres años se realizan 10 adaptaciones teatrales diferentes, incluyendo paródicos finales sobre la muerte de la criatura, que irá alejándose de su cultivado espíritu original -leía a Plutarco, Milton y Goethe- para convertirse en el imaginario colectivo en un monstruo atornillado y algo bobalicón. La obra se emancipa de la autora. Sus lectores encuentran en Frankenstein lo que necesitan: terror gótico, anticipo de ciencia-ficción o un dilema ético sobre los límites de la ciencia.
Solo rastreando sus orígenes familiares y las circunstancias de los primeros años de su vida puede responderse a la pregunta que tantas veces le formularon a Mary W. Shelley: "¿Cómo es posible que yo, entonces una jovencita, pudiera concebir y desarrollar una idea tan horrorosa?".
Homenaje en una muestra y dos libros imperdibles
Homenaje en la Biblioteca Nacional
A lo largo del año, la Biblioteca Nacional celebrará el bicentenario del Frankenstein de Mary Shelley con una muestra y diversas actividades relacionadas con el personaje y la autora. Habrá charlas y exhibición de ejemplares.
Una biografía apasionante
La mujer que escribió Frankenstein, de Esther Cross (Planeta), es una biografía literaria sobre Mary Shelley centrada en el entorno intelectual de la escritora y en la época en la que creó al monstruo. A partir de cartas, documentos históricos, testimonios y elementos de ficción, Cross recrea aquellos tiempos tan románticos como oscuros.
El verano más temido
En la novela El año del verano que nunca llegó (Random House), el colombiano William Ospina narra el largo y duro verano europeo de 1816, uno de los más fríos de la historia. La erupción de un volcán en Indonesia provocó una desapacible noche de tres días de duración. Con ese clima nació Frankenstein.
T. C.
El legado interminable y monstruoso de un ícono pop del terror
Christopher Frayling estudió su influencia en la cultura popular



MADRID.- En una entrevista en la BBC cuando era rector de la inglesa Royal College of Art, Christopher Frayling (Londres, 1946) fue preguntado a qué día volvería si pudiera viajar al pasado. No era ni la tarde en que Van Gogh se cortó la oreja ni cuando Buonarroti dio la última pincelada a la Capilla Sixtina. El escritor, profesor y guionista lo tenía claro: volvería a la noche de aquel año sin verano en Villa Diodati en que Mary Shelley (que entonces era aún Mary Godwin) concibió la idea de Frankenstein junto a Byron y los suyos.
Autor gótico que ya se había sumergido en el estudio de criaturas como el vampiro, Frayling se volcó entonces en una investigación, entre literaria y visual, que ahora culmina en su Frankenstein. El libro se divide en dos partes, pero con una misma premisa: rastrear el trasvase de la idea del moderno Prometeo de la primera edición anónima de 500 ejemplares a los primeros peldaños de la cultura contemporánea que hoy ocupa. La primera parte investiga la creación de la obra de Shelley en aquel 1816, las influencias estéticas que tuvo (de los autómatas de la familia Jaquet-Droz a la pintura de Turner o Caspar David Friedrich), y ofrece un facsímil del borrador del capítulo de la creación del monstruo.
La segunda parte es una celebración visual de la iconografía más reciente del monstruo: Boris Karloff bajo kilos de maquillaje en las icónicas películas de James Whale, los carteles de los films de la Universal (en los años treinta) y de la Hammer (de los cincuenta a los setenta), la película de Andy Warhol (1973), imágenes de la reformulación que Mel Brooks ideó con El jovencito Frankenstein (1974), pasando por la adaptación de Kenneth Branagh (1994), hasta llegar a un presente plagado de obras de teatro, anuncios, cómics y series llenas de frankensteins y todos los familiares del monstruo, de su esposa a su hijo adolescente. Eso por no hablar de su maldición, de su fantasma, de su venganza?, un giro casi paródico que empapa toda la cultura popular.
El de Frayling es, pues, un testimonio de cómo se oxida una estética desde el idealismo romántico, pero es testimonio también de cómo se va fraguando un cambio más profundo: de la criatura desubicada pero sensible y capaz de recitar poesía al monstruo embrutecido y de andar torpe que en la película de 1931 ahoga a una niña en el lago (una iconografía que tendría sus propias reminiscencias líricas, véase El espíritu de la colmena, de Erice, en las que el autor ya no se zambulle).
El libro de Frayling lleva el acertado subtítulo de Los primeros 200 años. Con un presente que devuelve a la actualidad al monstruo de Frankenstein con su ración diaria de bioingeniería e inteligencia artificial, al mito que Mary Shelley ideó hace ya dos siglos le queda mucho camino por recorrer.

J. M.

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