Es una prueba de que a los hombres nos cautiva la idea de viajar en el tiempo. El juego consiste en responder una pregunta sencilla: qué personaje del pasado nos hubiese gustado ser o, en una de sus variaciones, en que época de la historia nos hubiese complacido nacer. Como no existen riesgos de que el sueño sea cumplido -al menos hasta ahora-, la respuesta no tiene límites. Pero el juego puede presentar derivaciones algo más inquietantes si de pronto, en ese viaje al pasado, nos topamos con alguien que es físicamente idéntico a nosotros mismos. Algo así como lo que nos ocurre frente al espejo, con sus pequeños extrañamientos y sobresaltos, si es que nos disponemos a mirarnos en ese océano con franqueza, atendiendo los detalles y mirando en el fondo de los ojos, solo que ahora todo ocurre en la vida real.
Recordé una de estas noches, a propósito de una noticia de actualidad, la conmoción que me provocó hace más de veinte años una de las primeras escenas de La doble vida de Verónica, la deliciosa película de Krzysztof Kieslowski. En esa secuencia, Verónica (Irene Jacob) viaja de un pueblo de provincias a la convulsionada Cracovia, en cuyas calles se encuentra con una revuelta. En medio de esas agitaciones, con decenas de transeúntes que escapan del tumulto, ve a un grupo de personas que procuran subir con premura a un ómnibus y, en medio de ellas, distingue con asombro a una muchacha que se le parece de manera sorprendente. La mujer consigue ingresar en el vehículo, y mientras este intenta ponerse en movimiento busca registrar los hechos que la rodean con una cámara de fotos. Dos o tres segundos después, ve a través de la lente de su cámara a la primera muchacha, mientras esta la observa con perplejidad.
La noticia que me recordó la película daba cuenta del crecimiento que durante los últimos meses tuvo una aplicación (Google Arts and Culture) mediante la cual una persona puede subir una fotografía de su rostro para que el software busque otro idéntico entre una infinidad de cuadros y esculturas. Al parecer, unos veinte millones de individuos publicaron sus selfies en busca de un sosias. La información fue acompañada de una serie de dípticos que ilustran el fenómeno. A decir verdad, en unos cuantos casos el parecido es bastante caprichoso, aunque es cierto también que en otros las semejanzas resultan perturbadoras.
Mientras editábamos esa historia, tres o cuatro compañeros de trabajo que estaban en la Redacción intentaron descubrir su sosias o su doble en la historia del arte. El juego es invencible: resulta difícil sustraerse a la tentación de descubrir la posibilidad de que hace muchos años alguno de los grandes maestros de las artes plásticas (digamos un Rembrandt o un Van Gogh, para no ser demasiado modestos) se ocuparon de nosotros. Quizá tenía razón Borges: alguien nos soñó, o alguien nos está soñando todavía. En cuanto ese demiurgo despierte, seremos polvo o la vaga memoria de los otros.
Otro juego nos devuelve al tema del doble. Hace algunos años, en una fiesta de fin de año, quienes organizaron el encuentro pensaron que sería divertido proyectar una serie de imágenes en las que la fotografía de una cantidad importante de miembros de la compañía aparecía junto a la de una celebridad del deporte o del espectáculo con la que guardaba cierta semejanza física. No me fue mal, debo admitirlo: me tocó en suerte parecerme, a juzgar por quienes habían hecho esa selección, a un actor muy respetado en Hollywood. El juego de semejanzas fue, desde luego, un éxito: hubo risas abundantes, y los días subsiguientes todos nos gastamos bromas amigables en los pasillos. Eso ocurrió hace tres años, y presumo que la mayoría de mis compañeros ha olvidado -son gente sana, al fin de cuentas- el chiste. Yo, en cambio, quedé atrapado en esa imagen especular: cada vez que veo en una pantalla a mi semejante (no en el sentido en que nos es semejante el prójimo, sino en el más estricto de quien se nos asemeja), soy atravesado por alguna clase de perturbación que me hace pensar, aunque más no sea de manera fugaz, dada cierta inclinación a la cobardía, que estoy merodeando el territorio siempre pantanoso de la locura. Pero el tema es tentador para los espíritus narcisistas. Mientras escribo, se me ocurre pensar que acaso haya suerte y yo sea el bosquejo del retrato que en el futuro pinte un artista prominente. No deja de ser tranquilizador, y un modo de asegurarse un lugar en la eternidad.
V. H. G.
V. H. G.
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