martes, 17 de julio de 2018

TEMA DE REFLEXIÓN


El mercado, ni bueno ni malo
La Argentina necesita de la ayuda del mercado para salir de su actual encrucijada; sin ingreso de capitales es una casa vacía donde resuenan discursos impracticables
"Les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo" fue la inolvidable declaración de Juan Carlos Pugliese, exministro de Economía de Raúl Alfonsín, luego del fracaso del Plan Austral, cuando se avecinaba la hiperinflación que provocó su renuncia y la salida anticipada del líder radical. Sin quererlo, su metáfora le dio un lugar señero en la historia del país y un ejemplo inigualable en las clases de economía.
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El mercado no es ni bueno ni malo. En materia financiera, es una potencia abstracta, inodora, incolora e insípida, cuya fuerza puede expandir economías o deprimirlas, según el rumbo que tomen sus flujos y reflujos. La Argentina necesita la ayuda del mercado para salir de su encrucijada. Sin ingreso de capitales, es una casa vacía, donde resuenan discursos oficiales, petardos piqueteros y bombos cegetistas. Bolsillos huecos, billeteras mustias, despensas despobladas y merenderos llenos. Los bancos sin depósitos ni créditos; las empresas, sin ingresos, y el Estado intentando reactivar, sin recursos para hacerlo.
Más vale entender cómo funciona para sacarle provecho, en lugar de desconocerlo, como lo hizo Pugliese, o de condenarlo, como lo hace la izquierda del "cuanto peor, mejor". De lo contrario, seguiremos tirando de una sábana corta, con la sábana larga al alcance de la mano.
El mercado no es el "círculo rojo", ni los principales empresarios nacionales, con quienes el ministro de Economía se reúne para explicar planes, anunciar medidas y pedir apoyos. Se trata de una habitual rutina simbólica, pero ninguno tiene capacidad para impulsar al mercado en un sentido u otro. Ni lo son las entidades financieras que operan en el país, investigadas toda vez que compran del Banco Central dólares baratos y la cotización se dispara luego por incertidumbre. Tampoco es un partido político, ni una cofradía ideológica, ni una confabulación de especuladores, ni una conspiración de "vendepatrias", ni una alianza de agiotistas, ni un plan maligno de los Sabios de Sión para apropiarse de la Patagonia. Mucho menos un Jehová perverso, que, como lo exigió a Abraham, arrodilla a la Nación para que inmole en el altar del ajuste fiscal a los más débiles, a los jubilados, los desocupados, las viudas y los huérfanos.
Históricamente, el mercado tiene mala prensa. Suele contraponerse al Estado, simbolizando este el bien común y aquel, el interés capitalista. El Estado como sinónimo de inclusión y gratuidad. El mercado, como lucro y exclusión. Lo solidario frente a lo mercantil. La equidad frente a la eficiencia. Lo auténtico frente a lo interesado.
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Pero toda vez que hay bienes escasos se forma un mercado. Cuando el Estado interviene para regular o controlar, emergen quienes se apropian de la diferencia y revenden los beneficios "a precios de mercado". O desaparecen los productos abaratados, que van al mercado negro. Dentro del mismo Estado funciona el mercado político, donde contratos lucrativos y designaciones apetitosas se transan en función de apoyos, lealtades y contribuciones. Es el mercado del poder, del que se derivan ingresos monetarios. El mercado siempre está, aun en los socialismos, porque el mercado es la gente.
Como es impersonal, se lo tilda de inhumano, lo cual es correcto. Aunque detrás hay personas de carne y hueso que defienden ahorros, pensiones o jubilaciones. Quienes administran por ellas tienen responsabilidades fiduciarias que no les permiten tomar pérdidas con fines altruistas o para ayudar a naciones necesitadas. Tiene la "varita mágica" para crear riqueza donde se lo atrae y negarla donde se lo niega. Pero no se le pida "un rostro humano": serán las familias y los gobiernos quienes resolverán la forma de distribuir la prosperidad que el mercado puede crear.
La ética solidaria pertenece a la esfera de las decisiones personales. El compromiso con los que menos tienen es reflejo de un tejido social bien urdido, donde la sociedad civil cubre muchas de las grietas que deja el Estado. Pero la solidaridad requiere del mercado para asegurar trabajo estable e ingresos regulares. De lo contrario, solo se compartirá pobreza.
A nivel colectivo, la equidad se plasma en medidas de gobierno como la Asignación Universal por Hijo, las obras de infraestructura, la educación pública o el sistema hospitalario. Pero el Estado no genera riqueza, sino que la distribuye. Sin el sustento de una economía robusta, financiada por el mercado, no hay equidad posible, como ocurre en Cuba o Venezuela. Cuanto mayor es la vocación distributiva, más potente debe ser el mercado para hacer posibles los derechos concedidos.
Desde ese punto de vista, son cara y ceca de la misma moneda. El mercado no funciona sin un Estado que reconozca derechos, haga respetar contratos y establezca un marco de seguridad jurídica. El Estado no funciona sin un mercado vigoroso que genere la riqueza indispensable para hacer realidad los sueños de alteridad e inclusión.
La disponibilidad de capital hace aumentar la productividad del trabajo y permite incrementar el salario real. A su vez, faculta una mayor expansión de bienes públicos según las crecientes demandas sociales. En ausencia de capital, los salarios reales son bajos y, a falta de maquinarias, se expanden los servicios baratos, los trabajos manuales y las tareas artesanales. Como las expectativas son altas, cunde la frustración, la puja distributiva y los aumentos nominales que acarrean inflación.
El mercado funciona conforme a reglas sencillas: cuando el riesgo es elevado, busca retornos elevados en plazos cortos. A medida que gana confianza, los plazos se alargan y los rendimientos bajan. Cuando el horizonte se despeja, llegan las inversiones directas, que se atornillan al suelo y quedan rehenes de las políticas locales. Receta de manual, exenta de rebusques conspirativos.
Cualquier mercado es una convergencia de voluntades inconexas, donde se expresan preferencias a través del mecanismo de precios. Los movimientos de capitales internacionales están impulsados por bancos, casas de inversión, compañías de seguros, fondos comunes, de pensión, de cobertura, soberanos, oficinas de familia y otros agentes que compran o venden bonos o acciones ofrecidos en los países que recurren a ellos para financiarse.
Los operadores se nutren de reportes de analistas, calificadoras de riesgo y asesores especializados. Deciden en un contexto global de precios y monedas, considerando políticas nacionales y supranacionales, marcos regulatorios, fiscales y cambiarios. Cuentan con programas de computación que integran cuadros de información, indicadores técnicos, análisis fundamentales y aplicaciones integradas para transacciones automáticas, noticias y alertas.
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Están basados en algunos de los principales centros financieros del mundo: Nueva York, Londres, Hong Kong, Singapur o Tokio. Y lo más probable es que desconozcan la historia, los símbolos nacionales y los ideales colectivos de los países emisores de los valores que allí se compran y venden. Se sorprenderían el exministro Pugliese y sus discípulos actuales al advertir que en estas "mesas de trading" no existen dispositivos para detectar latidos cardíacos o emociones patrióticas como muchos lo creen y otros lo exigen.
El mercado prefiere las políticas de "shock" que mejoran el clima de negocios de forma abrupta, como la convertibilidad y reforma del Estado en 1991, y es escéptico respecto de los programas graduales, que suelen perder el vigor inicial y crean anticuerpos para impedirlos. Pero sin un cambio de expectativas y un golpe de confianza, el mercado continuará observando nuestra casa vacía desde afuera, curioso por saber la razón por la cual los argentinos se rehúsan a darle paso para llenar bolsillos, henchir billeteras, atiborrar despensas, dar empleo, incrementar salarios, disminuir la pobreza y apaciguar los ánimos.
El mercado no "compra" promesas carentes de sustento en hechos verificables. Es receloso de los desajustes fiscales que presagian futuras confiscaciones, ya fuere mediante nuevos impuestos, controles de cambios, "pesificaciones", canjes forzosos o defaults. Por el contrario, se entusiasma con programas consistentes, técnicamente sólidos y reflejo de convicciones aún más firmes, que no trasluzcan debates pendientes o multiplicidad de opiniones diversas. En estos casos, reaccionan de inmediato, para capturar cuanto antes la ventaja que gana el primero en ingresar.
El mercado es agudo en la percepción de los gestos y perspicaz en la interpretación de las palabras. Tiembla con las declaraciones de Elisa Carrió y se estremece con los comentarios del gobernador de Mendoza. Le inquieta escuchar a un ministro y descubrir que otros, de mayor poder, lo fiscalizan en silencio. El mercado proyecta flujos que se extienden en el tiempo y el futuro le preocupa más que hoy. Observa el calendario y las próximas elecciones ya integran el valor presente de sus cálculos actuales.
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Post eventum vani sunt questus. Después del resultado, vanas son las quejas. Nunca sabremos si Cambiemos podría haber hecho las reformas estructurales en 2015 o luego de las elecciones de medio término, para provocar el cambio de expectativas que esperaba el mercado. Ya es tarde para instrumentarlo sobre la base del capital político propio y ahora ese shock de confianza requiere un apoyo, explícito o tácito, de la oposición, para garantizar la perdurabilidad luego de 2019.
En lo inmediato, esta prueba tendrá lugar con el debate presupuestario para el año próximo y los ajustes que requiere reducir el déficit primario al 1,3% del PBI como establece el acuerdo con el FMI. Hemos señalado desde estas columnas que la oposición "racional" y los gobernadores deberían buscar la forma de crear ese horizonte que permita sortear la actual crisis y recuperar el crecimiento. Es mejor para cualquier pretendiente disputar candidaturas en un contexto de mejoría económica, con propuestas viables, que empujar a la Argentina hacia el vacío y pretender luego detener la caída, cuando se ha perdido toda credibilidad.
Las reformas estructurales pendientes y la eliminación del déficit fiscal son indispensables para la supervivencia de la Argentina como país soberano en el contexto de las naciones. Esto lo saben todos los dirigentes políticos de envergadura: el país tiene cargas desequilibradas, ataduras en sus piernas, obstáculos al empleo, privilegios regulatorios, costos insostenibles, fuga de capitales, incapacidad de competir y muchas otras rémoras que deben extirparse para volver a funcionar. No porque el mercado lo exija, sino porque nuestros hijos lo merecen.

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