lunes, 16 de julio de 2018

HABÍA UNA VEZ...


Ha encendido la lámpara de noche, inclinándose en la cama para hacer algunas anotaciones con tal de que no se pierdan en la neblina del sueño. Sigue ese hábito algunas madrugadas, cuando en medio de la oscuridad y en la atmósfera turbadora de la duermevela, ciertas ideas titilan como luciérnagas a las que debe atrapar dando manotazos al aire en la penumbra del dormitorio, y en la que, sin embargo, unos minutos después de haberse despertado, los objetos que hay a su alrededor gradualmente van cobrando forma: la silla donde cuelga la camisa que utilizó el día anterior, el libro que ha dejado a medio leer cuando lo venció el sueño, el mueble de vaga inspiración francesa que tiene frente a la cama. En ese lento reconocimiento de las cosas va quitándose la sensación que lo perturba cada vez que pasa del sueño a la vigilia, la angustia de no saber dónde está.
Escribir de madrugada….
Precisa escribir esos bocetos de ideas de puño y letra en el anotador, la torpe caligrafía de la que es capaz en el letargo, porque cuando ha procurado registrarlas en la grabadora -palabras sueltas, frases inconclusas, imágenes apenas entrevistas en la penumbra: la piedra o el hierro que el artesano trabaja luego hasta despojarlos de sus impurezas en el afán de obtener una pieza decente- no ha sido lo mismo, el hilo de las ideas se ha debilitado en su voz. Se duerme, como tantas veces, con la desazón de quien no termina de encontrar un tema.
Resultado de imagen para El estrépito de una máquina
El estrépito de una máquina lo despierta de súbito. No es ese acorde que en las mañanas va ingresando en el campo de su conciencia trayéndole los sonidos de la vigilia mientras se despereza; no, esta vez es un ruido grave y metálico, pesado y demencial, un rugido violento que lo arranca del sueño. Se levanta con esa zozobra en el ánimo y se dirige hacia el ventanal que da al río, en el otro extremo de la casa, de donde parece provenir esa furia. De pie junto al ventanal, ve al monstruo con su dentado brazo de hierro golpeando los esqueletos agonizantes de los edificios.
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Le parece que todo sucede (o ha sucedido ya) con una velocidad inusitada. No ha tenido siquiera tiempo de mirar por última vez el paisaje de las cuatro casas vecinas, de retener en la memoria la imagen de las cuatro fachadas, el detalle de una moldura muy antigua o las marcas que los niños han dejado con sus navajas en la madera de una ventana, la forma caprichosa de la planta que veía todas las mañanas en uno de los jardines. No hay ya rastros de ese pasado que empieza a ser remoto: la máquina excavadora, minuciosa e impiadosa, una pala mecánica brutal e inclemente, ha demolido casi todo; apenas quedan en pie, en el frente del terreno devastado, dos paredes bajas en ángulo, y se le antoja que esa ruina es el testimonio de lo que allí ha estado y se ha perdido para siempre; el resto son escombros.
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Un viento helado agita un árbol desnudo y solo en medio del baldío. Donde ahora se amontona un amasijo de hierro y madera, cemento y ladrillo, la argamasa de los edificios derrumbados, poco antes estaban las cuatro casas que él miraba desde el ventanal todas las mañanas, el hogar de personas a las que no ha conocido y, sin embargo, constituía su paisaje de todos los días, casi lo primero que veía en cuanto se levantaba de la cama, atravesaba el pasillo angosto y vislumbraba el día que lo aguardaba tomando el primer café mirando la ciudad aun vacía; cuatro casas sin demasiadas ambiciones, de arquitectura modesta y muy distintas entre sí, quien sabe cuánto hacía que estaban allí ni a cuántos otros vecinos habrán cobijado en otro tiempo, mucho antes de que él llegase a ese departamento con vista al río y todas las mañanas viese sin mirar, como se ven las cosas que siempre estuvieron allí casi sin que lo notemos, las cuatro casas que de pronto han desaparecido.
Siente una punzada en el estómago: la amargura de lo que se ha perdido para siempre.
Resultado de imagen para secuencia final de El planeta de los simios.
De pie junto a la ventana, mientras toma unos sorbos de té, de pronto recuerda la secuencia final de El planeta de los simios. Vuelve a ver a Taylor, el astronauta fatigado que, montado en su caballo y con su compañera Nova, bordea una playa hasta que lo sorprende una ruina: el viajero divisa la Estatua de la Libertad hundida en la arena, apenas visibles la mano con la antorcha encendida en lo alto y la cabeza con su corona de siete picos. Puro desconsuelo, Taylor desmonta y, pegando puñetazos en la arena, maldice a los hombres de este mundo:
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-Maníacos -aúlla-, lo han destruido todo, los maldigo.

V. H. G.

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