miércoles, 8 de noviembre de 2017

HABÍA UNA VEZ...



Cuando cerré las cortinas supe que algo había cambiado. Eran poco mas de las 9 de la noche, afuera nevaba. Hacia días que estaba solo. Por algo tuve ese urgir de silencio. Apoyé mis manos sobre el vidrio y recorrí con los ojos el bosque. Más de un metro de nieve parecía poco desde el abrigo de la casa. Esa misma mañana, mientras me servía un té de Cedrón cordillerano, había decidido otra vez hacer un cambio grande en mi vida. Siempre sentí, desde muy joven, esa inclinación por cerrar puertas, por darme vuelta y tomar otra dirección, como si aquellos senderos y trillos ajados de tanto ir y venir debieran ser liberados. Las rutinas y la perseverancia que construyen muros sólidos a veces deben ser ofrecidos a los recuerdos para comenzar de nuevo con los pequeños rasgos y motivos de una nueva inspiración. El solo hecho de sentir e imaginar que algo nuevo puede nacer hace emerger la más bella esperanza, y de eso está hecho el tiempo, de la ilusión de encontrarnos con algo que promueva nuestros días nuevos; limpios de costumbres arraigadas en la inercia de prácticas invariables, que al ser cuestionadas nos impulsan a caminos de semillas vírgenes y siembra.


Pasé la noche durmiendo con aquel cobijo de sueños nuevos. A veces sucede y siento desnudamente que mi esencia, mi alma, se fue de un lugar y debe regresar a buscar mi cuerpo que quedó allí como un símbolo, como un florero ya mustio de horas y días. Me gusta siempre cerrar la puerta sin estruendos con agradecido sigilo por lo mucho aprendido y gozado allí.
A la mañana siguiente, salí a caminar con raquetas de nieve y bastones. Una suave nevisca había dejado salir a los pájaros: loros, zorzales y comesebos que volaban curiosamente buscando comida. Mi renoval no mostraba aún claridad, pero un rugir latente me hacía dar pasos firmes sobre la nieve como los embates de un nuevo amor.



Al regresar y pasar por la cocina sentí el perfume de las alubias; cosechadas pocos meses atrás, se cocinaban con romero, tomillo y ajo en una gruesa y antigua cacerola de hierro fundido holandesa. Serían mi almuerzo con una ensalada de lechuga repollo y queso cheddar de Lincoln. Dispuse la mesa para almorzar solo, pero sabía que un nuevo agasajado me esperaba, lleno y misterioso, sin hablar. Sería un nuevo espejo donde podría observar y escuchar el reciente lenguaje de mi futura intimidad.
Nikita Mikhalkov, en su pelicula Sin testigos, decía que al girar la cabeza hacia atrás para mirar nuestros pasos debemos escuchar y ver en ellos la esencia de nuestra alma. Siendo fieles a esa intuición innata y fundamental que como un espejo cada día nos muestra quiénes somos.
Ya en la escuela me sentía más cerca de mis compañeros pacíficos que cuestionaban lo establecido y que buscaban alternativas no muy académicas para expresarse. Luego, a lo largo de la vida, fui constatando que quizás ellos tuvieron importantes logros, encontrados en caminos disidentes donde muchas veces con dolor y pérdida fueron defendiendo los embates que regían sus arraigadas creencias.



Ahora, los días futuros constituyen un nuevo apego. Intentaría tener siempre mi casa con flores para poder escuchar más las nubes y al viento, para irme al río en las crecientes y ver flotar los troncos y rodar las piedras cambiando de lugar como lo he hecho siempre yo. Porque entre los romances de la vida está el cambio, y quizás lo negro puede ser blanco y las lágrimas ser las nuevas sonrisas de otro promisorio e intricado camino.
Ahora siempre esperaré con sed las pequeñas horas de la mañana, cuando el día apenas duerme.
Veo, reconociendo en la insinuante claridad, un campo de flores radiante de esperanza. Y sesgo mi cuerpo hacia el Sur en busca de la brisa fresca.

F. M.

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