Por alguna razón siempre me gustaron los lugares remotos. Quizá sea algo íntimamente ligado a la melancolía de mi niñez que me llevó a vivir en un cierto aislamiento, y en lugar de haberlo llenado con tristezas lo envolví con el romance de lo posible; la soledad, la esperanza y la libertad. Aprendí a jugar con mi silencio y aún me habitan esos rasgos tempranos que pasaron a formar parte de mi esencia, embriagándome con paz en lugares apartados, que disfruto enormemente.
Es primavera, estoy en un ranchito de palos en Las Garzas, en el departamento de Rocha, Uruguay, sobre el mar. Amanecí con la primera luz, un día prístino sin viento, y aunque es temprano el sol ya pica. Es una de esas casitas en las que la pared que da al mar se baja íntegramente convirtiéndose en una terraza, es mágico poder bajar una pared y no tener que abrir puertas o ventanas. Al hacerlo, la casa se ilumina y todo cobra un tono de alegría elemental. Un toldo generoso que se ata a unos varejones de eucalipto convierten el ranchito, ahora aterrazado en un palacio de gracia y frescor.
Salgo del mar transparente y frío, la playa parece una línea hacia el infinito. En esta zona no hay penínsulas o bahías y el mar cae a pique, imperdonable y bravío. Me acerco caminando hacia un pescador, lo veo luchando con su caña, tiene algo, sus ojos clavados en la línea. Ni me mira, no puede hablar.
Salgo del mar transparente y frío, la playa parece una línea hacia el infinito. En esta zona no hay penínsulas o bahías y el mar cae a pique, imperdonable y bravío. Me acerco caminando hacia un pescador, lo veo luchando con su caña, tiene algo, sus ojos clavados en la línea. Ni me mira, no puede hablar.
Luego de una buena quincena de minutos de reel se asoma en la arena el lomo de una lindísima corvina negra de siete kilos. Se la compro y mientras la limpiamos sobre una tabla me dice que cree que hay un cardumen. Está lleno de entusiasmo. Vuelvo al rancho caminando por la arena pesada. La pongo sobre una mesada, la enjuago bien con agua de mar y la condimento; pimienta, sal gruesa, rodajas de limón, mucho hinojo cortado en lascas finas y la envuelvo muy apretada con unas quince hojas muy grandes de papel de diario, atándola con hilo choricero. La cuelgo de un gancho a la sombra con la cabeza hacia abajo para que antes de cocinar se desangre. Ajusto bien los toldos con estacas en la arena, ya cerca del mediodía vendrá la virazón que siempre trae viento sostenido, entonces el toldo hace unos ruidos que parecen música de velero. El día empezó auspicioso. La casa esta limpia, la cama esta hecha, y tengo leña de coronilla para asar mi corvina. Mi amor llegará a las doce, ya la imagino caminando entre las dunas con su mochila de fin de semana, estoy feliz de abrazar este futuro de sabores y pasiones. Con la pala hago un pozo profundo en la arena para proteger el fuego del viento y lo enciendo, dispongo una parrilla baja. Mojo en el mar la corvina empapelada y atada y la apoyo sobre la parrilla. Con la protección del papel mojado, creo, la dejaré una hora de cada lado con calor medio-fuerte.
Mi princesa llega escandalosamente bella, nos bañamos en el mar desnudos y hacemos el amor hamacados en la gloria de las sombras. Un albariño helado de las colinas de Garzón ya hace nuestras delicias mientras sirvo el pescado con una ensalada de lechugas arrepolladas al ajillo. Nos quedamos dormidos con la alegría del encuentro.
Me despierto con el pescador, que me pide ayuda para subir de la playa ocho corvinas que sacó en el curso de la tarde. Las colgamos de un palo largo y las llevamos al hombro hasta su vieja camioneta. El hombre se ve agotado y me saluda con sus ojos llenos de alegría.
La casita ya cerrada está llena de velas y en la heladera de gas hay todavía kilos de corvina que con el correr de los días se convertirán en salpicón, empanadas y en el relleno de un pastel con choclo.
Así transcurren estos días sobre el océano Atlántico, donde la vida nos reafirma que menos es más.
Un tibio corolario de amor.
F. M.
Me despierto con el pescador, que me pide ayuda para subir de la playa ocho corvinas que sacó en el curso de la tarde. Las colgamos de un palo largo y las llevamos al hombro hasta su vieja camioneta. El hombre se ve agotado y me saluda con sus ojos llenos de alegría.
La casita ya cerrada está llena de velas y en la heladera de gas hay todavía kilos de corvina que con el correr de los días se convertirán en salpicón, empanadas y en el relleno de un pastel con choclo.
Así transcurren estos días sobre el océano Atlántico, donde la vida nos reafirma que menos es más.
Un tibio corolario de amor.
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