sábado, 11 de noviembre de 2017

INNOVACIÓN


En los albores del capitalismo Benjamín Franklin, padre fundador de los Estados Unidos, inmortalizó la consigna Time is money (El tiempo es oro) en su libro Consejos a un joven hombre de negocios. El tiempo dejó de ser sólo un tema filosófico, físico o teológico y se convirtió en factor esencial de la economía. Nació la idea de que se lo puede perder, ganar, economizar o ahorrar. En la actividad económica, obtener ganancias en el menor tiempo posible y anticiparse a los competidores se hizo más importante que cubrir necesidades, como explica el filósofo alemán Rüdiger Safranski en su reciente ensayo Tiempo.
Allí comenzó a germinar, seguramente, un concepto que hoy ocupa todas las marquesinas. Innovación. La urgencia y la presión creciente para estar en el mercado cuanto antes (se trate del producto o servicio que sea). Esto precipita los procesos y acelera el cambio de un producto o servicio por otro. Se corre hacia el futuro, siempre prometido, siempre inatrapable, sin generar pasado, u olvidándolo. La obsolescencia programada se impone. Todo tiene fecha de vencimiento (a menudo también las personas en sus funciones) aun antes de su estreno. La economía de la aceleración innovadora es también, apunta Safranski, la economía del despilfarro. Aunque proponga lo contrario.
¿Qué es un innovador que no innova? Nada. Si se queda quieto, muere, como les ocurre a los tiburones. Por lo tanto, no bien presenta su última innovación debe apurar la próxima. Y así, sin solución de continuidad. Mientras diseña o produce sabe que está haciendo algo efímero, perecedero a cortísimo plazo. Y aunque en su léxico abunde la palabra futuro, está matando ese futuro mientras lo promueve. Grave paradoja si, además, no valora lo suficiente el pasado, lo que otros sembraron en el tiempo. Entonces sólo queda un puro presente sin raíz ni follaje, apenas un instante fugaz.
El ensayista e investigador bielorruso Evgeny Morozov, sólido crítico de la tecnoeuforia, da abundantes pruebas en su libro La locura del solucionismo tecnológico, de cómo funciona este olvido o desprecio por el pasado. El triunfalismo tecnológico y el furor innovador, dice Morozov, hacen creer a sus protagonistas y fanáticos que la historia se inaugura en cuanto ellos crean o diseñan algo. Ignoran que otros innovaron antes con visiones perdurables (la fisión nuclear, la electricidad, el telégrafo sin hilos, el mismo teléfono, el cine, la televisión, la radio, el avión, etcétera). Lo que traían de nuevo nacía con intención de permanencia y trascendencia, era ideado en términos de contribución a "la armonía social de la humanidad" (como apuntaba un libro de 1852, La revolución silenciosa o los futuros del efecto del vapor y la electricidad en la condición humana). La innovación no es un fruto de estos tiempos. Quizá sí lo sean la urgencia y la priorización de las necesidades de los mercados antes que de las personas.


Mientras tanto, como recuerda el gran Umberto Eco en su colección de ensayos De la estupidez a la locura, hay innovaciones que, lejos de responder a consignas inmediatas y perecederas, fueron reales saltos en el progreso humano: la rueda, la cuchara, el cuchillo, el tenedor, la heladera, las hornallas, el zapato. Ninguna superada. La lista se extiende largamente en cuanto observamos con atención nuestra vida cotidiana. De la cual, por ejemplo, desaparecieron velozmente el VHS o el banlon, entre otros. Aunque vuelven los discos de vinilo. Y aparecen relojes, lapiceras y autos que (¡oh, la innovación!) copian antiguos modelos. La verdadera innovación dura en el tiempo. Lo demás apenas es moda. Chatarra inminente y contaminante.

S. S.

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