domingo, 12 de noviembre de 2017

LECTURA RECOMENDADA


Leé un fragmento del nuevo libro de Mario Vargas Llosa
Titulado Conversación en Princeton, la obra reúne diálogos sobre su obra con el especialista Rubén Gallo. Aquí, el recuerdo de sus inicios juveniles en la prensa de una era bohemia


El periodismo ha sido uno de los temas centrales en la obra de Mario Vargas Llosa desde Conversación en La Catedral hasta El pez en el agua. En varias de estas obras aparece una versión literaria de la experiencia periodística que el novelista ha ejercido durante toda su vida, desde su paso por el diario La Crónica a los quince años hasta las columnas que hoy escribe para El País. La relación entre narrativa y reportaje ha sido, además, tema de reflexión en sus artículos y ensayos.

RUBÉN GALLO: El periodismo es un tema importante en tu obra y en muchas de tus novelas hay personas que trabajan como redactores en periódicos, estaciones de radio y otros medios. En Conversación en La Catedral el diario La Crónica es uno de los espacios centrales de la novela: un mundo gris, en donde los jóvenes con ideales literarios terminan por ahogarse en la pobreza y el alcohol. Pero a diferencia de esos personajes, tú has practicado el periodismo desde que tenías quince años y sigues haciéndolo con tu columna en El País. ¿Puedes hablarnos de lo que ha representado el periodismo en tu carrera?
MARIO VARGAS LLOSA: Me gustaría empezar por distinguir entre la ficción y el reportaje periodístico. Muchas veces el periodismo se vale de técnicas literarias para imponer determinados hechos. Hay una escuela de periodismo que nace en Estados Unidos y que, aunque parte de una investigación en profundidad, se acerca mucho a la literatura, por el tipo de escritura y la organización de esos materiales. Usa, además, ciertos recursos tomados de la ficción, como el suspenso o la dislocación cronológica, para crear expectativa, curiosidad, tensión dramática.
Pero incluso en estos casos hay una diferencia fundamental y es que en principio el periodismo no debe transgredir la verdad. Debe buscarla y tratar de exponerla de la manera más atractiva e interesante posible, pero su razón de ser es presentar una realidad tal y como es, un hecho tal y como ocurrió, una persona tal y como es. Nada de eso es obligatorio en la ficción. Cuando uno escribe ficción, tiene la libertad de transgredir la realidad, de alterarla profundamente, mientras que un reportaje periodístico vale por su cotejo con la realidad. Mientras mejor exprese la realidad el texto periodístico, se considera más auténtico y más genuino. Hay una búsqueda de la verdad que va fuera del texto, y que es lo que lo justifica o lo desautoriza. Una ficción, en cambio, vale por sí misma y su éxito o su fracaso dependen de ella misma y no del cotejo con la realidad. Una novela puede transgredir profundamente la realidad, expresar otra dimensión, creada por el escritor con su imaginación y con las palabras, y sostenerse por sí misma. De hecho, la literatura tiene siempre un elemento añadido, algo que no está en la realidad, y que es lo propiamente literario de una ficción.
Para mí el periodismo ha sido muy importante porque me ayudó a descubrir la realidad de mi país. En el Perú, como en muchos países del tercer mundo, la estructura de la sociedad es tal que los miembros de una clase social saben muy poco sobre lo que ocurre en otros sectores de la población. El Perú en el que pasé mi infancia y adolescencia era muy limitado: me movía en un mundo urbano y de clase media, occidentalizado, hispanohablante -blanco, entre comillas-, y desconocía por completo el resto del Perú.
Yo entré al periodismo cuando era todavía un escolar -fue en las vacaciones entre quinto y sexto de media, entre el penúltimo y el último grado de colegio-. Tenía quince años y entré a trabajar como redactor en un periódico que me mandó a hacer toda clase de reportajes en una ciudad que yo conocía solamente de una manera muy parcial. Nunca había estado en los barrios pobres, en las zonas marginales, que eran los lugares donde había mayores estallidos de violencia. Trabajé unas semanas en la página policial, que hacía reportajes sobre las partes más pobres y violentas de Lima. Así fui descubriendo un país que desconocía totalmente. En ese sentido la experiencia del periodismo fue muy instructiva: me enseñó mucho sobre la realidad de un país que era más complejo, mucho más enconado, mucho más violento que aquel en el que yo había vivido hasta entonces.
Hay otro aspecto interesante: yo creía que el periodismo estaba cerca de la literatura, y que podía vivir de esa actividad mientras seguía escribiendo. Pero el uso del lenguaje que hace un periodista y el que hace un escritor son completamente distintos. El periodismo más profesional es aquel que transmite una realidad anterior al oficio, y mientras más neutral y transparente sea su lenguaje, más eficaz resulta desde el punto de vista periodístico. El uso del lenguaje que hace un escritor es todo lo contrario: su deber es afirmar una visión personal, expresar su individualidad a través de las palabras y hacerlo con una cierta originalidad, es decir, con una cierta distancia con el lenguaje común y corriente. Eso es lo que hace la literatura, como podemos ver si leemos a Rulfo, a García Márquez, a Onetti y analizamos el tipo de lenguaje que usan estos escritores.
Un periodista no puede darse el lujo de ser original a la hora de escribir: está obligado a deshacerse de su personalidad, a disolverla dentro de ese lenguaje funcional que es el de los diarios. Es cierto que hay muchos escritores que también han hecho periodismo, pero yo creo que a la hora de escribir novela, a la hora de hacer literatura, usan un lenguaje muy distinto al que emplean en el momento de redactar una noticia, una crónica o un editorial. Ésta es la primera incompatibilidad que hay entre el periodismo y la literatura.
Dicho esto, la función del periodismo es importantísima en una sociedad democrática. Yo crecí en el Perú, en un periodo dictatorial -recordemos que la dictadura del general Odría duró de 1948 a 1956-, y esos años fueron fundamentales para mi generación. Nosotros éramos niños cuando el general Odría dio el golpe y éramos ya hombres cuando dejó el poder y llegó la democracia. Toda nuestra niñez y adolescencia la vivimos en un mundo donde había una censura muy estricta: sabíamos que la prensa mentía, que en lugar de describir la realidad la ocultaba y la deformaba. Era una prensa servil que adulaba al poder y que estaba al servicio de la dictadura. El periodismo era uno de los principales instrumentos que tenía el gobierno para manipular la realidad, para hacernos creer que vivíamos en un mundo perfecto. El periodismo es un barómetro fundamental del grado de libertad que hay en una sociedad: necesitamos ese derecho de crítica, esa libertad de expresión que da el verdadero periodismo para que una sociedad sea realmente democrática.
En la época moderna, el periodismo ha sufrido otra distorsión, muy distinta a la de la censura, que es la frivolización. Ése es un fenómeno muy contemporáneo: la prensa frívola siempre ha existido, pero antes era una práctica marginal. Hoy día esta frivolización ha llegado hasta los grandes diarios, hasta los órganos de expresión que consideramos como los más serios, por una razón muy práctica: una revista, un periódico o un programa de televisión que trata de ser exclusivamente serio termina siendo un fracaso desde el punto de vista económico. Hay una presión constante para que los medios conquisten grandes masas de lectores o de espectadores.
Yo viví en Inglaterra muchos años, y recuerdo que cuando llegué, en 1966, el periodismo era de una seriedad casi fúnebre. En esa época el Times tenía gran estilo: un lenguaje sobrio y una vocación de objetividad. Nunca hubiera imaginado que el Times y el Daily Mail terminarían por parecerse: las dosis de frivolidad que aparecen hoy resultan inconcebibles para lo que era el Times hace veinte o treinta años. Esa banalidad ha ido impregnando la prensa de nuestro tiempo. Creo que es un cambio que refleja el deterioro de la cultura en el mundo, algo que ha lastimado profundamente las bases de las sociedades democráticas [...]
RG: En varios de tus libros el periodismo aparece como una trampa para el escritor. Entre los personajes vemos a jóvenes talentosos que pudieron haber escrito pero que, al entrar a trabajar como periodistas, se pierden y se quedan atrapados. No logran salir de la mesa de redacción y nunca publican la gran novela que hubieran querido escribir.
MVLL: Así es. Porque el mundo del periodismo que yo conocí estaba muy marcado por la vida bohemia. Se escribía de noche y la noche es pecaminosa y tentadora. Los periodistas terminaban su turno, salían a tomar tragos y se quedaban fuera hasta el amanecer. Ese ritmo de vida terminaba por matar la energía y la disciplina que son fundamentales para un creador. En una época se pensaba que la bohemia era un buen caldo de cultivo para la literatura, pero eso es una fantasía romántica porque todos los grandes escritores han sido trabajadores y disciplinados y han organizado su vida en función de la escritura. Hay algunos casos de grandes creadores que llevaron una vida bohemia y aunque se quemaron rápidamente dejaron una obra, pero yo creo que se trata de la excepción que confirma la regla.
Cuando entré a trabajar como periodista conocí a muchos compañeros que habrían querido ser escritores y que vivían con una gran nostalgia de la poesía que nunca escribieron, de las novelas que nunca publicaron, porque su vida se quedó atrapada en la rutina del periodismo, en un trabajo que es no sólo anónimo sino también efímero. Las noticias duran veinticuatro horas -a veces menos- y después los periódicos se botan a la basura. Esa naturaleza tan fugaz del periodismo frustra muchísimo a los escritores, que siempre anhelan alcanzar la trascendencia.

CONVERSACIÓN EN PRINCETON
Mario Vargas Llosa
Alfaguara, 288 páginasR. G.

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