lunes, 6 de noviembre de 2017

NO HAY CONOCIMIENTO INÚTIL


Hace tres años este niño que camina conmigo por el campo iniciaba su vida como todos nosotros, como la más desvalida de las criaturas. Ahora acaba de descubrir que esos montículos de tierra reseca son en realidad hormigueros. Le digo que preste atención y cavo un pequeño orificio en la superficie. De inmediato, estos insectos de apretada agenda se apresuran a buscar las causas de tan enojosa coyuntura.
Al principio, el niño se alarma por la súbita explosión de bichos. Pero lo tranquilizo. No van a hacerle nada. Sólo están viendo qué pasa y después van a reparar el estropicio, hasta que no quede ninguna huella de nuestra intervención.
Cuando entiende lo que ocurre, observa fascinado. Un minuto antes esa montañita de tierra era para él invisible, parte del paisaje rural. Ahora constituye un misterio y dispara una pregunta tras otra. Le explico que los túneles se hunden profundamente en el suelo, y se aproxima cauteloso cuando le muestro los pasadizos por donde entran y salen los indignados himenópteros.
De pronto, ese niño que sólo tres años atrás no podía valerse por sí mismo, que no caminaba ni era capaz de enfocar objetos con la vista, produce un verdadero milagro: saca una conclusión.
-¡Entonces es como una ciudad de hormigas! -exclama, mirándome con los ojos muy abiertos y las palmas hacia arriba. Aplaudo su razonamiento e íntimamente me alegro de que no indague cómo hacen para orientarse en esos canales subterráneos, si acaso tienen linternas para ver en la perpetua noche del hormiguero.

A lo lejos, mis perros, que hace rato que me han divisado, ladran con la incansable persistencia de la manada. Uno de ellos tiene también tres años. Pero jamás pasará de allí, de correr y alborotar. Viceversa, en la mente del niño humano, una minúscula pieza de información desencadenó una tempestad de pensamientos. No es improbable que esa noche sueñe con hormigas.
No hay conocimiento inútil. Lo diré de nuevo. No hay conocimiento inútil. Esta idea se fue cociendo a fuego lento durante años de soportar la cantilena de que estudiar lenguas clásicas no servía para nada. Sin embargo, ayudaba con los nombres de la química, la botánica y la biología, que a su vez contribuían con el jardín, la astronomía, la cocina, los cosméticos y los prospectos de los remedios. Pero aun cuando esto es cierto, el aprendizaje no debe sopesarse con la báscula de la utilidad.


Cada fragmento de saber es una astilla que le arrancamos a la noche. Cada cascadura deja entrar un poco más de luz. Al principio, son haces aislados y tendemos a creer que el destello de Newton no va a sumarse al de Heródoto, que no hay conexión entre el resplandor de Bach y el de Kepler. Pero a medida que aprendemos nuevas cosas la mente amanece. Como el niño que descubre una ciudad de hormigas en un montículo de tierra, una sola esquirla arrebatada a la oscuridad enciende ideas y visiones. En esa primera alborada descubrimos que no hay mayor diferencia entre el conocimiento y la percepción. El que no sabe, dicen, es como el que no ve.
Se ha querido imponer el concepto de que aprender es como invertir dinero. Pero no hay aquí bonos más rentables. Sólo se trata de despertar el hambre. Esa hambre se llama curiosidad, y arde como una llama. Muchos preferirían sofocarla.



Se ha tratado también de instalar la idea de que el saber sí ocupa lugar. Es exactamente al revés. El único lastre en esta vida es la ignorancia. ¿Para qué sirve una respuesta? Para inspirar nuevas preguntas. Cierto, gran parte del conocimiento humano ha ido volviéndose obsoleto, y la ciencia exhibe un historial de refutaciones y enmiendas. Pero es lo de menos. El saber es el combustible que mantiene viva la llama.
Cierto también, nunca podremos aprenderlo todo. Pero no estamos condenados a vivir en la oscuridad. No somos hormigas

A. T.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.