La marca del ganado escrito por el autor argentino Pablo De Santis.
El primer animal apareció en el campo de los Dosen y a nadie le hubiera llamado la atención de no haber estado tan cerca del camino y con la cabeza colgando.
Fue a fines del 82 o principios del 83, me acuerdo porque hacía pocos meses que había terminado la guerra y todos hablábamos del hijo de Vidal, el veterinario, que había desaparecido en el mar.
Para escapar del dolor, de esa ausencia tan absoluta que ni tumba había, Vidal se entregó al trabajo, y como no eran suficientes los animales enfermos para llenar sus horas, investigó cada una de las reses mutiladas que empezaron a aparecer desde entonces.
En realidad nunca supimos con certeza si el de los Dosen fue el primer caso, porque sólo desde entonces nos preocuparon las señales: aquí nunca llamó la atención una vaca muerta.
Al principio los Dosen le echaron la culpa al Loco Spica, un viejo inofensivo que andaba cazando nutrias y gritando goles por el campo, con una radio portátil que había dejado de funcionar hacía un cuarto de siglo.
A todos nos pareció una injusticia que los Dosen le echaran la culpa, porque el viejo podía matar algo para comer, pero nunca hubiera hecho algo así: la cabeza casi seccionada, tiras de cuero arrancadas en distintos puntos de una manera caótica y precisa a la vez, como si el animal se hubiera convertido en objeto de una investigación o de un ritual.
Y quedó claro que el Loco Spica no había tenido nada que ver, porque en marzo del 83, durante la inundación, apareció flotando en el río diez kilómetros al sur, y las mutilaciones –esa fue la palabra que usó Vidal, el veterinario, la primera vez y que todos nosotros usamos desde entonces– continuaron.
No me acuerdo si siguió después aquel novillo en el campo de la viuda Sabella o el ternero que apareció atado al molino derrumbado, con la cabeza de otro en lugar de la suya.
En cada caso nuestro comisario, Baus, fue a buscar al veterinario para que estudiara las marcas y tratara de encontrar alguna pista.
El comisario parecía desconcertado: nunca en su vida había investigado nada, ya que en el campo, a diferencia de la ciudad, las cosas son o bien demasiado evidentes o completamente invisibles, y tanto en un caso como en otro la investigación es inútil.
A partir de entonces, el bar que heredé de mi padre y que apenas me permite sobrevivir, se convirtió en una especie de foro sobre las mutilaciones.
A nadie le importaba una vaca de más o de menos, porque acá cuestan poco y nada, pero asustaba imaginar al culpable, solo, en la noche, derribando al animal con un golpe en la cabeza, inventando formas distintas para cortarlo, a veces vivo todavía (así lo aseguraba el veterinario).
Yañéz, el mecánico, decía que era una secta, y que sabía de casos parecidos en las afueras de Trenque Lauquen.
Soria, el jefe de estación, hablaba de ovnis, él siempre estaba viendo luces en el cielo, sacaba fotografías, paseaba solo por el campo en espera del encuentro.
Las mutilaciones eran para él experimentos; los extraterrestres analizaban las muestras de tejido. Como le dije que eso podría explicar los cortes pero no otras aberraciones (las cabezas trocadas, las langostas encerradas en las heridas, las flores emergiendo de las órbitas oscuras) Soria se defendía: era un experimento, sí, pero sobre nosotros: estudiaban nuestras reacciones ante lo malvado y lo desconocido.
Baus, el comisario, si tenía alguna teoría, la callaba. Investigó a los crotos que siempre andan por aquí y a fuerza de tantos interrogatorios terminó espantándolos, y hasta el día de hoy casi no ha vuelto a aparecer ninguno.
Una noche, cuando le pregunté si realmente creía que eran ellos, me respondió tranquilo: es uno de nosotros. ¿Pero quién? Porque aquellas mutilaciones no traían ningún beneficio ni seguían un plan reconocible.
Podían caer en el campo de cualquiera, y tampoco dentro de su locura seguían un sistema determinado. Vidal anotaba todo en una libreta de tapas azules, pero salvo cierta abundancia de marcas en la cabeza, no había otra constante.
Iba a todos lados con su libreta, y cuando a veces cenaba en mi establecimiento, siempre solo, leía en voz baja aquella lista monótona, como si se tratara de un rezo.
Los animales muertos le servían de excusa para estar siempre en movimiento, en busca de nuevos ejemplares, día y noche, para huir de su casa desierta y de los portarretratos con las fotos de su hijo.
A la tarde, frente a los vasos de ginebra o de fernet, todos hablaban con una autoridad infinita en la materia, mientras jugaban al dominó y esperaban con ansiedad que el próximo parroquiano irrumpiera con alguna nueva noticia.
Ya no veíamos los animales muertos como pertenecientes a uno u otro dueño, sino como reses marcadas a través de las mutilaciones para señalar su pertenencia a un mismo rebaño fantasmal, que no cesaba de crecer.
Hubo casos más espectaculares que otros, y de una ejecución más arriesgada, como el ternerito que apareció colgado en la finca de los Dorey, muy cerca de la casa.
Los Dorey no oyeron nada, los perros apenas ladraron y se callaron enseguida y el matrimonio siguió durmiendo, que los perros ladran por cualquier cosa.
A la mañana se encontraron con el ternero colgado, la rama casi quebrada por el peso; seguramente habían usado un coche o una camioneta para izarlo, pero las lluvias habían borrado las huellas. Vinieron algunos periodistas, de la capital incluso.
Estuvieron unos días en el hotel Lavardén, y se los veía a la hora de la siesta de aquí para allá, por las calles vacías, sin saber qué hacer, esperando la hora del regreso.
También vinieron policías enviados por la jefatura de la provincia, y el comisario se sintió un poco relegado. Interrogaron a todo el mundo, sacaron fotografías y recogieron muestras para el laboratorio, pero se fueron también al poco tiempo sin respuestas y sin demasiado interés por las respuestas que no habían encontrado.
Durante todo ese tiempo, aun mientras los otros policías invadían su lugar, el comisario siguió investigando. Nos interrogó a todos; ponía un viejo grabador encima de la mesa y nos hacía hablar, nos preguntaba por los vecinos, por las rarezas que podía tener alguno.
Hasta al cura interrogó, convencido de que el culpable había ido a confesarse y que el padre Germán lo protegía debido al secreto de confesión.
Las mutilaciones se convirtieron en una obsesión para él, fue su primera investigación y también la última.
A veces lo veía, por las noches, en la comisaría, bajo los tubos fluorescentes, los mapas del campo extendidos en la mesa, con los sitios donde habían aparecido los animales encerrados en círculos rojos.
Trataba de encontrar en esas marcas dispersas una figura, intentaba adivinar el próximo caso. Hasta las cuatro o las cinco de la mañana se quedaba ahí, oyendo las cintas que había grabado, las conversaciones triviales, todos los secretos del pueblo, y esas voces, que nada sabían de las mutilaciones, parecían cautivarlo.
Ahí empezó a tener problemas con su esposa, porque iba poco para su casa, y cuando no estaba en la comisaría atravesaba los campos en su camioneta, con un faro buscahuellas, como un alucinado, hasta que se quedaba dormido en algún camino o, si le quedaban fuerzas, volvía para escuchar las cintas con las voces de todos. Nuestras voces lo atraparon y lo enloquecieron.
Buscaba contradicciones y las encontraba una y otra vez, porque aquí nadie presta atención a nada y quien dice una cosa puede decir otra.
El comisario parecía creer que todos sabían lo que pasaba, y que él era el único al que esa verdad le estaba vedada.
Hasta tal punto llegó su desconfianza que cuando entraba en el bar todos callábamos y cambiábamos de tema, y pasábamos tímidamente al fútbol, a las inundaciones o a algún chisme local.
El comisario se acostumbró a esa bienvenida que se le brindaba, hecha de silencio incómodo y lugares comunes.
El comisario sufría y se alejaba de todo, y por eso yo tuve la tentación de entrar de noche en la comisaría para apartar los mapas y las grabaciones y decirle la verdad.
No hubiera servido de nada, porque él ya había hecho algo tan grande con aquellas vacas muertas, había construido con paciencia un misterio insondable que no encerraba sólo al culpable sino a todos, que nada lo hubiera dejado contento.
La verdad le hubiera parecido insuficiente; y si yo hubiera hablado, pero no hablé, lo habría considerado un engaño, algo destinado a hacerlo caer en una trampa, a relevarlo de su insomnio y su desconfianza para dejarle libre el terreno al mal.
De todos en el pueblo quizás yo era el único que no tenía pero ninguna teoría. Todas me parecían verosímiles, incluso la de los extraterrestres, y a la vez imposibles; si me hubieran hablado de una enfermedad inexplicable que golpeaba a las vacas con esos síntomas atroces lo hubiera creído también.
Me parecía que la explicación estaba más cerca de una fuerza ciega, impersonal, que de un culpable minucioso y obstinado.
Podían ser los hijos de Conde, que nacieron malvados; Greis, un cuidador de caballos que dormía abrazado a su escopeta; o la viuda de Sabella, o el veterinario Vidal o el mismo comisario.
Nunca hice ninguna conjetura firme, nunca investigué nada, y si llegué a la verdad y fui el primero, fue por casualidad. Volvía, un poco entonado, de la casa de unos primos, a cuarenta y cinco kilómetros del pueblo.
Se festejaba un cumpleaños y cuando se terminó la última botella me invitaron a dormir. No soporto camas ajenas y a pesar del sueño decidí volver.
La noche estaba clara y desde lejos la vieja Ford de Vidal, detenida a un costado del camino, con los faros apagados. Pensé que se le había quedado el motor: Vidal iba seguido a verlo al mecánico por una cosa o por otra.
Detuve el rastrojero y me bajé dispuesto a ayudarlo. Dije «Buenas noches, doctor», pero Vidal no me respondió. Cuando me acerqué, vi con claridad al veterinario que, inclinado sobre la res abatida, practicaba los cortes con pulso firme.
Yo estaba cansado y había tomado de más, pero al instante se me borraron las huellas del sueño y del alcohol.
Vidal sacó de su maletín un frasco de vidrio lleno de insectos muertos, muchas mariposas sobre todo, también escarabajos, que esperaban a ser sepultados en la herida.
Empuñaba con firmeza el viejo bisturí alemán con sus iniciales en el mango, sin preocuparse por el testigo que seguía el procedimiento.
Era tal su indiferencia que yo me sentí culpable por estar allí, por invadir la ceremonia privada que nunca llegaría a comprender.
Durante algunos segundos fui yo el culpable, y él un juez inalcanzable, tan remoto en su dignidad e investidura que ni siquiera llegaba a saber de la existencia del imputado.
No dormí esa noche, y abrí el bar más tarde de lo habitual, y cuando ya a las cuatro, cuando empezaban a llegar los muchachos, quise decirles la verdad, me di cuenta de que no había llegado el momento oportuno.
Esperé que hablaran, que expusieran sus teorías, sus ovnis, sus sospechas; cuando el último terminara de hablar, yo, callado hasta ese entonces, diría la verdad y ellos me oirían en silencio.
En un instante, en un nombre, entraba todo: después de esa revelación, nada, perdería el poder del secreto. Decidí dejarlo para el día siguiente. Pero entonces tampoco me pareció que era el momento oportuno.
Me gustaba escucharlos hablar, confrontar en silencio sus torpes deducciones con el secreto; y a causa de esa satisfacción, fui más amable que nunca, y serví medidas más generosas y la casa invitaba con cualquier excusa, con tal de que aquellas voces no callaran nunca.
Mi secreto no me distanció, al contrario, me sentí más cerca de ellos, ahora que los veía inocentes, ingenuos, moviéndose a ciegas en un mundo cuyos mecanismos ignoraban por completo.
Pasaron tres semanas desde la noche en que vi la Ford de Vidal junto al camino hasta la mañana en que el veterinario entró a mi establecimiento para pedir una grappa. Después de tomarla de un trago me preguntó por qué no había hablado.
Le dije que no era asunto de mi incumbencia y pareció aceptar mi respuesta como algo razonable; era evidente que él también pensaba que el asunto no era de la incumbencia de nadie más.
Me costaba hablar con él, me daba cierto pudor, como si fuéramos cómplices de alguna situación no solo espantosa, sino también ridícula, pero al fin pregunté por qué, dije sólo por qué, incapaz de terminar la pregunta.
No esperaba respuesta, porque me parecía que todo lo que se podía decir estaba escrito ahí, en el idioma hecho de reses muertas y combinaciones abominables. Pero el veterinario dejó dos monedas en la mesa y respondió.
Dijo que siempre había sido un buen veterinario, que había llegado a entender a los animales a través de señales invisibles para otros. Estudiaba el pelaje, pero también sus huellas, las marcas en el pasto, los árboles cercanos.
Sentía que con cada animal enfermaba un pedazo del mundo, y que a él le tocaba la tarea de restaurar la armonía. Así lo había hecho por años y por eso los ganaderos de la zona confiaban en él. Después las cosas cambiaron.
A su hijo le tocó primero la marina, luego una base naval en el sur, y finalmente la guerra. Él lo esperó sin optimismo y sin miedo hasta que una mañana un Falcon blanco de la marina con una banderita en la antena se detuvo frente a su casa.
Él lo vio llegar desde la ventana. Del auto bajó un joven oficial que caminó con lentitud hacia la puerta, como esperando que en el camino le ocurriera algún incidente que lo hiciera desistir de su misión.
Se notaba que nunca había hecho lo que ahora le tocaba hacer, y después de pronunciar un vago saludo le tendió con torpeza una carta con los colores patrios en una esquina, cruzados por una cinta negra.
La mano del joven oficial temblaba al sostener la carta donde decía que el hijo del doctor Vidal había sido tragado por el mar, por el mar que nunca antes había visto.
Entonces el doctor Vidal descubrió algo que hasta ese entonces se le había ocultado: el mundo era maligno, y no podía pasar este hecho por alto.
No podía seguir curando animales, ni creer que trabajaba para alguna armonía que los otros hombres eran incapaces de ver. No existía ninguna armonía ni ninguna verdadera curación posible. Sintió que la cura era una falta a la verdad.
Siguió sanando a los animales, porque era su trabajo y no sabía hacer otra cosa, pero decidió dejar en la noche y en los campos una marca, la señal que decía con claridad que él no había sido engañado, que a todos podían mentir, pero no a él, que sabía de qué se trataba la cosa.
Entonces se dedicó a curar pero también a matar y a mutilar, a dejar en la noche las letras sangrientas de su mensaje. No dijo destinado a quién o qué.
Yo lo había escuchado en silencio, sin interrumpirlo ni hacerle ninguna otra pregunta, y no lo saludé ni me saludó cuando se fue. No sé si la explicación tuvo algo que ver, pero a partir de allí hubo menos casos, uno cada tres semanas, no más.
Otras noticias nos distrajeron un poco y alargaron las partidas de dominó hasta que empezaba la noche. Beatriz, la esposa de Baus, el comisario, cansada de las ausencias, los ataques de ira y el misterio, lo dejó sin avisarle nada.
Hizo las valijas y desapareció, y cuando el comisario llegó casi al amanecer a su casa, después de una expedición nocturna, se encontró con una grabación, hecha en la misma grabadora del comisario, donde la mujer decía que no soportaba más, que las cosas no podían seguir así, etcétera.
La mujer había hecho una grabación porque decía que lo único que escuchaba su esposo eran aquellas cintas, y que si dejaba un papel escrito probablemente no le prestaría atención.
Diez días después, Baus miró por última vez los planos, las vacas de juguete en las que practicaba las incisiones, y salió para meterse en el terreno de Greis, aunque sabía que estaba loco, que dormía abrazado a la escopeta y disparaba a cualquier cosa que se moviera en la noche.
La muerte convirtió a Baus en un héroe para los muchachos del bar, que desde entonces contaron como hazañas algunos episodios menores de su actuación policial.
Del capítulo final echaban la culpa a la esposa, y comentaban sin énfasis que el primo de un amigo de un conocido la había visto en un bar de La Plata, que se había cambiado de nombre y se hacía pagar las copas.
De vez en cuando yo intentaba, desde la sombra, llevar el tema hacia los animales mutilados, pero no lograba interesarlos, y más de uno a esa altura me respondía: a quién le importa.
Nunca estuve tan cerca de decir la verdad, pero la había llevado tanto tiempo conmigo que ya no sabía cómo decirla.
Después vino la sequía, y la avioneta que cayó en el campo de los Ruiz y otras distracciones, y ya nadie volvió a hablar de las vacas muertas.
Vidal casi nunca venía al establecimiento, y no me animaba a ir a buscarlo para preguntarle por qué había terminado, si acaso creía que el mundo se había curado o que su mensaje había dejado de tener importancia.
Una noche, cerca de fin de año, 8 días después de que el nuevo comisario, un hombre joven, de apellido Lema, llegara al pueblo, Vidal se sentó junto a la ventana y se quedó ahí, mudo, con el vasito de grappa en la mano, hasta que no quedó nadie más.
Actué sin pensar, como si hubiera tomado la decisión mucho tiempo antes, en espera del momento oportuno. Cuando el veterinario se levantó para ir al baño abrí su maletín y saqué el bisturí alemán. Después seguí acomodando las sillas boca abajo sobre las mesas.
Esa misma noche caminé y caminé sin rumbo, armado con una llave inglesa, y el bisturí en el bolsillo izquierdo de mi camisa, el filo envuelto en papel dediario.
Cuando la vaca ya estaba caída y marcada, como una ofrenda a un dios malvado y hambriento, dejé caer el bisturí en la herida. Ese era mi mensaje para quien lo supiera entender.
El nuevo comisario, Lema, lo supo entender, y a los dos días se presentó en la casa del veterinario.
No fue necesario que preguntara nada, porque Vidal confesó todo, incluso la última mutilación, y se dejó arrastrar por salas de espera de juzgados y hospitales y calabozos de comisaría. No dio explicaciones ni mostró ninguna forma de arrepentimiento.
Cuando salió en libertad a las dos semanas, malvendió la casa y se asentó un poco más al sur, del otro lado del río, donde nadie lo conocía.
En el bar se volvió a hablar de las mutilaciones y cada uno barajaba los distintos motivos que podía haber tenido el veterinario.
Pero todos hablaban con una rara cautela, como si supieran que el misterio, antes tan ajeno, ahora formaba parte de algo que nos involucraba. Hablaban con frases sin terminar. Yo volví a mi silencio: había vuelto a tener mi secreto.
Nada supimos de Vidal durante cinco años hasta que llegó la noticia de su muerte en un accidente automovilístico. Fue en la ruta, una noche clara después de una tormenta.
El día anterior el viento había tirado el alambrado y quedó ganado suelto en el camino. Los animales se avistaban a lo lejos, pero el veterinario, en lugar de frenar la marcha, aceleró contra las formas lentas y oscuras que lo esperaban.
Acaso pensó que el mensaje, fuera cual fuera su destinatario, no había sido lo bastante claro, y que hacía falta un último sacrificio para hacerlo legible.
Fue a fines del 82 o principios del 83, me acuerdo porque hacía pocos meses que había terminado la guerra y todos hablábamos del hijo de Vidal, el veterinario, que había desaparecido en el mar.
Para escapar del dolor, de esa ausencia tan absoluta que ni tumba había, Vidal se entregó al trabajo, y como no eran suficientes los animales enfermos para llenar sus horas, investigó cada una de las reses mutiladas que empezaron a aparecer desde entonces.
En realidad nunca supimos con certeza si el de los Dosen fue el primer caso, porque sólo desde entonces nos preocuparon las señales: aquí nunca llamó la atención una vaca muerta.
Al principio los Dosen le echaron la culpa al Loco Spica, un viejo inofensivo que andaba cazando nutrias y gritando goles por el campo, con una radio portátil que había dejado de funcionar hacía un cuarto de siglo.
A todos nos pareció una injusticia que los Dosen le echaran la culpa, porque el viejo podía matar algo para comer, pero nunca hubiera hecho algo así: la cabeza casi seccionada, tiras de cuero arrancadas en distintos puntos de una manera caótica y precisa a la vez, como si el animal se hubiera convertido en objeto de una investigación o de un ritual.
Y quedó claro que el Loco Spica no había tenido nada que ver, porque en marzo del 83, durante la inundación, apareció flotando en el río diez kilómetros al sur, y las mutilaciones –esa fue la palabra que usó Vidal, el veterinario, la primera vez y que todos nosotros usamos desde entonces– continuaron.
No me acuerdo si siguió después aquel novillo en el campo de la viuda Sabella o el ternero que apareció atado al molino derrumbado, con la cabeza de otro en lugar de la suya.
En cada caso nuestro comisario, Baus, fue a buscar al veterinario para que estudiara las marcas y tratara de encontrar alguna pista.
El comisario parecía desconcertado: nunca en su vida había investigado nada, ya que en el campo, a diferencia de la ciudad, las cosas son o bien demasiado evidentes o completamente invisibles, y tanto en un caso como en otro la investigación es inútil.
A partir de entonces, el bar que heredé de mi padre y que apenas me permite sobrevivir, se convirtió en una especie de foro sobre las mutilaciones.
A nadie le importaba una vaca de más o de menos, porque acá cuestan poco y nada, pero asustaba imaginar al culpable, solo, en la noche, derribando al animal con un golpe en la cabeza, inventando formas distintas para cortarlo, a veces vivo todavía (así lo aseguraba el veterinario).
Yañéz, el mecánico, decía que era una secta, y que sabía de casos parecidos en las afueras de Trenque Lauquen.
Soria, el jefe de estación, hablaba de ovnis, él siempre estaba viendo luces en el cielo, sacaba fotografías, paseaba solo por el campo en espera del encuentro.
Las mutilaciones eran para él experimentos; los extraterrestres analizaban las muestras de tejido. Como le dije que eso podría explicar los cortes pero no otras aberraciones (las cabezas trocadas, las langostas encerradas en las heridas, las flores emergiendo de las órbitas oscuras) Soria se defendía: era un experimento, sí, pero sobre nosotros: estudiaban nuestras reacciones ante lo malvado y lo desconocido.
Baus, el comisario, si tenía alguna teoría, la callaba. Investigó a los crotos que siempre andan por aquí y a fuerza de tantos interrogatorios terminó espantándolos, y hasta el día de hoy casi no ha vuelto a aparecer ninguno.
Una noche, cuando le pregunté si realmente creía que eran ellos, me respondió tranquilo: es uno de nosotros. ¿Pero quién? Porque aquellas mutilaciones no traían ningún beneficio ni seguían un plan reconocible.
Podían caer en el campo de cualquiera, y tampoco dentro de su locura seguían un sistema determinado. Vidal anotaba todo en una libreta de tapas azules, pero salvo cierta abundancia de marcas en la cabeza, no había otra constante.
Iba a todos lados con su libreta, y cuando a veces cenaba en mi establecimiento, siempre solo, leía en voz baja aquella lista monótona, como si se tratara de un rezo.
Los animales muertos le servían de excusa para estar siempre en movimiento, en busca de nuevos ejemplares, día y noche, para huir de su casa desierta y de los portarretratos con las fotos de su hijo.
A la tarde, frente a los vasos de ginebra o de fernet, todos hablaban con una autoridad infinita en la materia, mientras jugaban al dominó y esperaban con ansiedad que el próximo parroquiano irrumpiera con alguna nueva noticia.
Ya no veíamos los animales muertos como pertenecientes a uno u otro dueño, sino como reses marcadas a través de las mutilaciones para señalar su pertenencia a un mismo rebaño fantasmal, que no cesaba de crecer.
Hubo casos más espectaculares que otros, y de una ejecución más arriesgada, como el ternerito que apareció colgado en la finca de los Dorey, muy cerca de la casa.
Los Dorey no oyeron nada, los perros apenas ladraron y se callaron enseguida y el matrimonio siguió durmiendo, que los perros ladran por cualquier cosa.
A la mañana se encontraron con el ternero colgado, la rama casi quebrada por el peso; seguramente habían usado un coche o una camioneta para izarlo, pero las lluvias habían borrado las huellas. Vinieron algunos periodistas, de la capital incluso.
Estuvieron unos días en el hotel Lavardén, y se los veía a la hora de la siesta de aquí para allá, por las calles vacías, sin saber qué hacer, esperando la hora del regreso.
También vinieron policías enviados por la jefatura de la provincia, y el comisario se sintió un poco relegado. Interrogaron a todo el mundo, sacaron fotografías y recogieron muestras para el laboratorio, pero se fueron también al poco tiempo sin respuestas y sin demasiado interés por las respuestas que no habían encontrado.
Durante todo ese tiempo, aun mientras los otros policías invadían su lugar, el comisario siguió investigando. Nos interrogó a todos; ponía un viejo grabador encima de la mesa y nos hacía hablar, nos preguntaba por los vecinos, por las rarezas que podía tener alguno.
Hasta al cura interrogó, convencido de que el culpable había ido a confesarse y que el padre Germán lo protegía debido al secreto de confesión.
Las mutilaciones se convirtieron en una obsesión para él, fue su primera investigación y también la última.
A veces lo veía, por las noches, en la comisaría, bajo los tubos fluorescentes, los mapas del campo extendidos en la mesa, con los sitios donde habían aparecido los animales encerrados en círculos rojos.
Trataba de encontrar en esas marcas dispersas una figura, intentaba adivinar el próximo caso. Hasta las cuatro o las cinco de la mañana se quedaba ahí, oyendo las cintas que había grabado, las conversaciones triviales, todos los secretos del pueblo, y esas voces, que nada sabían de las mutilaciones, parecían cautivarlo.
Ahí empezó a tener problemas con su esposa, porque iba poco para su casa, y cuando no estaba en la comisaría atravesaba los campos en su camioneta, con un faro buscahuellas, como un alucinado, hasta que se quedaba dormido en algún camino o, si le quedaban fuerzas, volvía para escuchar las cintas con las voces de todos. Nuestras voces lo atraparon y lo enloquecieron.
Buscaba contradicciones y las encontraba una y otra vez, porque aquí nadie presta atención a nada y quien dice una cosa puede decir otra.
El comisario parecía creer que todos sabían lo que pasaba, y que él era el único al que esa verdad le estaba vedada.
Hasta tal punto llegó su desconfianza que cuando entraba en el bar todos callábamos y cambiábamos de tema, y pasábamos tímidamente al fútbol, a las inundaciones o a algún chisme local.
El comisario se acostumbró a esa bienvenida que se le brindaba, hecha de silencio incómodo y lugares comunes.
El comisario sufría y se alejaba de todo, y por eso yo tuve la tentación de entrar de noche en la comisaría para apartar los mapas y las grabaciones y decirle la verdad.
No hubiera servido de nada, porque él ya había hecho algo tan grande con aquellas vacas muertas, había construido con paciencia un misterio insondable que no encerraba sólo al culpable sino a todos, que nada lo hubiera dejado contento.
La verdad le hubiera parecido insuficiente; y si yo hubiera hablado, pero no hablé, lo habría considerado un engaño, algo destinado a hacerlo caer en una trampa, a relevarlo de su insomnio y su desconfianza para dejarle libre el terreno al mal.
De todos en el pueblo quizás yo era el único que no tenía pero ninguna teoría. Todas me parecían verosímiles, incluso la de los extraterrestres, y a la vez imposibles; si me hubieran hablado de una enfermedad inexplicable que golpeaba a las vacas con esos síntomas atroces lo hubiera creído también.
Me parecía que la explicación estaba más cerca de una fuerza ciega, impersonal, que de un culpable minucioso y obstinado.
Podían ser los hijos de Conde, que nacieron malvados; Greis, un cuidador de caballos que dormía abrazado a su escopeta; o la viuda de Sabella, o el veterinario Vidal o el mismo comisario.
Nunca hice ninguna conjetura firme, nunca investigué nada, y si llegué a la verdad y fui el primero, fue por casualidad. Volvía, un poco entonado, de la casa de unos primos, a cuarenta y cinco kilómetros del pueblo.
Se festejaba un cumpleaños y cuando se terminó la última botella me invitaron a dormir. No soporto camas ajenas y a pesar del sueño decidí volver.
La noche estaba clara y desde lejos la vieja Ford de Vidal, detenida a un costado del camino, con los faros apagados. Pensé que se le había quedado el motor: Vidal iba seguido a verlo al mecánico por una cosa o por otra.
Detuve el rastrojero y me bajé dispuesto a ayudarlo. Dije «Buenas noches, doctor», pero Vidal no me respondió. Cuando me acerqué, vi con claridad al veterinario que, inclinado sobre la res abatida, practicaba los cortes con pulso firme.
Yo estaba cansado y había tomado de más, pero al instante se me borraron las huellas del sueño y del alcohol.
Vidal sacó de su maletín un frasco de vidrio lleno de insectos muertos, muchas mariposas sobre todo, también escarabajos, que esperaban a ser sepultados en la herida.
Empuñaba con firmeza el viejo bisturí alemán con sus iniciales en el mango, sin preocuparse por el testigo que seguía el procedimiento.
Era tal su indiferencia que yo me sentí culpable por estar allí, por invadir la ceremonia privada que nunca llegaría a comprender.
Durante algunos segundos fui yo el culpable, y él un juez inalcanzable, tan remoto en su dignidad e investidura que ni siquiera llegaba a saber de la existencia del imputado.
No dormí esa noche, y abrí el bar más tarde de lo habitual, y cuando ya a las cuatro, cuando empezaban a llegar los muchachos, quise decirles la verdad, me di cuenta de que no había llegado el momento oportuno.
Esperé que hablaran, que expusieran sus teorías, sus ovnis, sus sospechas; cuando el último terminara de hablar, yo, callado hasta ese entonces, diría la verdad y ellos me oirían en silencio.
En un instante, en un nombre, entraba todo: después de esa revelación, nada, perdería el poder del secreto. Decidí dejarlo para el día siguiente. Pero entonces tampoco me pareció que era el momento oportuno.
Me gustaba escucharlos hablar, confrontar en silencio sus torpes deducciones con el secreto; y a causa de esa satisfacción, fui más amable que nunca, y serví medidas más generosas y la casa invitaba con cualquier excusa, con tal de que aquellas voces no callaran nunca.
Mi secreto no me distanció, al contrario, me sentí más cerca de ellos, ahora que los veía inocentes, ingenuos, moviéndose a ciegas en un mundo cuyos mecanismos ignoraban por completo.
Pasaron tres semanas desde la noche en que vi la Ford de Vidal junto al camino hasta la mañana en que el veterinario entró a mi establecimiento para pedir una grappa. Después de tomarla de un trago me preguntó por qué no había hablado.
Le dije que no era asunto de mi incumbencia y pareció aceptar mi respuesta como algo razonable; era evidente que él también pensaba que el asunto no era de la incumbencia de nadie más.
Me costaba hablar con él, me daba cierto pudor, como si fuéramos cómplices de alguna situación no solo espantosa, sino también ridícula, pero al fin pregunté por qué, dije sólo por qué, incapaz de terminar la pregunta.
No esperaba respuesta, porque me parecía que todo lo que se podía decir estaba escrito ahí, en el idioma hecho de reses muertas y combinaciones abominables. Pero el veterinario dejó dos monedas en la mesa y respondió.
Dijo que siempre había sido un buen veterinario, que había llegado a entender a los animales a través de señales invisibles para otros. Estudiaba el pelaje, pero también sus huellas, las marcas en el pasto, los árboles cercanos.
Sentía que con cada animal enfermaba un pedazo del mundo, y que a él le tocaba la tarea de restaurar la armonía. Así lo había hecho por años y por eso los ganaderos de la zona confiaban en él. Después las cosas cambiaron.
A su hijo le tocó primero la marina, luego una base naval en el sur, y finalmente la guerra. Él lo esperó sin optimismo y sin miedo hasta que una mañana un Falcon blanco de la marina con una banderita en la antena se detuvo frente a su casa.
Él lo vio llegar desde la ventana. Del auto bajó un joven oficial que caminó con lentitud hacia la puerta, como esperando que en el camino le ocurriera algún incidente que lo hiciera desistir de su misión.
Se notaba que nunca había hecho lo que ahora le tocaba hacer, y después de pronunciar un vago saludo le tendió con torpeza una carta con los colores patrios en una esquina, cruzados por una cinta negra.
La mano del joven oficial temblaba al sostener la carta donde decía que el hijo del doctor Vidal había sido tragado por el mar, por el mar que nunca antes había visto.
Entonces el doctor Vidal descubrió algo que hasta ese entonces se le había ocultado: el mundo era maligno, y no podía pasar este hecho por alto.
No podía seguir curando animales, ni creer que trabajaba para alguna armonía que los otros hombres eran incapaces de ver. No existía ninguna armonía ni ninguna verdadera curación posible. Sintió que la cura era una falta a la verdad.
Siguió sanando a los animales, porque era su trabajo y no sabía hacer otra cosa, pero decidió dejar en la noche y en los campos una marca, la señal que decía con claridad que él no había sido engañado, que a todos podían mentir, pero no a él, que sabía de qué se trataba la cosa.
Entonces se dedicó a curar pero también a matar y a mutilar, a dejar en la noche las letras sangrientas de su mensaje. No dijo destinado a quién o qué.
Yo lo había escuchado en silencio, sin interrumpirlo ni hacerle ninguna otra pregunta, y no lo saludé ni me saludó cuando se fue. No sé si la explicación tuvo algo que ver, pero a partir de allí hubo menos casos, uno cada tres semanas, no más.
Otras noticias nos distrajeron un poco y alargaron las partidas de dominó hasta que empezaba la noche. Beatriz, la esposa de Baus, el comisario, cansada de las ausencias, los ataques de ira y el misterio, lo dejó sin avisarle nada.
Hizo las valijas y desapareció, y cuando el comisario llegó casi al amanecer a su casa, después de una expedición nocturna, se encontró con una grabación, hecha en la misma grabadora del comisario, donde la mujer decía que no soportaba más, que las cosas no podían seguir así, etcétera.
La mujer había hecho una grabación porque decía que lo único que escuchaba su esposo eran aquellas cintas, y que si dejaba un papel escrito probablemente no le prestaría atención.
Diez días después, Baus miró por última vez los planos, las vacas de juguete en las que practicaba las incisiones, y salió para meterse en el terreno de Greis, aunque sabía que estaba loco, que dormía abrazado a la escopeta y disparaba a cualquier cosa que se moviera en la noche.
La muerte convirtió a Baus en un héroe para los muchachos del bar, que desde entonces contaron como hazañas algunos episodios menores de su actuación policial.
Del capítulo final echaban la culpa a la esposa, y comentaban sin énfasis que el primo de un amigo de un conocido la había visto en un bar de La Plata, que se había cambiado de nombre y se hacía pagar las copas.
De vez en cuando yo intentaba, desde la sombra, llevar el tema hacia los animales mutilados, pero no lograba interesarlos, y más de uno a esa altura me respondía: a quién le importa.
Nunca estuve tan cerca de decir la verdad, pero la había llevado tanto tiempo conmigo que ya no sabía cómo decirla.
Después vino la sequía, y la avioneta que cayó en el campo de los Ruiz y otras distracciones, y ya nadie volvió a hablar de las vacas muertas.
Vidal casi nunca venía al establecimiento, y no me animaba a ir a buscarlo para preguntarle por qué había terminado, si acaso creía que el mundo se había curado o que su mensaje había dejado de tener importancia.
Una noche, cerca de fin de año, 8 días después de que el nuevo comisario, un hombre joven, de apellido Lema, llegara al pueblo, Vidal se sentó junto a la ventana y se quedó ahí, mudo, con el vasito de grappa en la mano, hasta que no quedó nadie más.
Actué sin pensar, como si hubiera tomado la decisión mucho tiempo antes, en espera del momento oportuno. Cuando el veterinario se levantó para ir al baño abrí su maletín y saqué el bisturí alemán. Después seguí acomodando las sillas boca abajo sobre las mesas.
Esa misma noche caminé y caminé sin rumbo, armado con una llave inglesa, y el bisturí en el bolsillo izquierdo de mi camisa, el filo envuelto en papel dediario.
Cuando la vaca ya estaba caída y marcada, como una ofrenda a un dios malvado y hambriento, dejé caer el bisturí en la herida. Ese era mi mensaje para quien lo supiera entender.
El nuevo comisario, Lema, lo supo entender, y a los dos días se presentó en la casa del veterinario.
No fue necesario que preguntara nada, porque Vidal confesó todo, incluso la última mutilación, y se dejó arrastrar por salas de espera de juzgados y hospitales y calabozos de comisaría. No dio explicaciones ni mostró ninguna forma de arrepentimiento.
Cuando salió en libertad a las dos semanas, malvendió la casa y se asentó un poco más al sur, del otro lado del río, donde nadie lo conocía.
En el bar se volvió a hablar de las mutilaciones y cada uno barajaba los distintos motivos que podía haber tenido el veterinario.
Pero todos hablaban con una rara cautela, como si supieran que el misterio, antes tan ajeno, ahora formaba parte de algo que nos involucraba. Hablaban con frases sin terminar. Yo volví a mi silencio: había vuelto a tener mi secreto.
Nada supimos de Vidal durante cinco años hasta que llegó la noticia de su muerte en un accidente automovilístico. Fue en la ruta, una noche clara después de una tormenta.
El día anterior el viento había tirado el alambrado y quedó ganado suelto en el camino. Los animales se avistaban a lo lejos, pero el veterinario, en lugar de frenar la marcha, aceleró contra las formas lentas y oscuras que lo esperaban.
Acaso pensó que el mensaje, fuera cual fuera su destinatario, no había sido lo bastante claro, y que hacía falta un último sacrificio para hacerlo legible.
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