El capitán de las causas perdidas
Es un barco condenado y su capitán lo sabe.
En 1937, mientras una España partida al medio se debate encarnizadamente entre dos destinos, el carguero Mount Castle, leal a la República, vela, en aguas neutrales de Tánger, la calma chicha que precede al vendaval. A poca distancia acecha el destructor que los nacionales han enviado para comenzar la cacería apenas el carguero se vea obligado a abandonar el paraguas protector establecido por la diplomacia. La misión del destructor Martín Álvarez, al mando del capitán Navia, consiste en detener al Mount Castle. Por las buenas, si se puede, o a cañonazos, si el carguero planta cara. En cualquier caso, queda claro que el buque mercante no tiene ninguna posibilidad frente al navío de guerra.
Hay, sin embargo, un tercer camino, que excluye tanto las formalidades del reglamento como la crueldad de la batalla. Esa zona gris y ambigua, donde el apego a la ley pierde espesor y sentido, es el territorio natural de Lorenzo Falcó, el espía mercenario y seductor, circunstancialmente al servicio del franquismo, creado por Arturo Pérez-Reverte, que vuelve ahora con una nueva aventura: Eva.
La novela rebosa de mujeres bellas y sofisticadas, audaces y aguerridas; de hombres elegantes, canallas con lustre, pobres diablos, burdeles roñosos y hoteles de lujo. Todo envuelto en una trama de acción trepidante y peripecias sin respiro. Pero precisamente allí, en el ojo calmo de su huracán narrativo, ubica Pérez-Reverte dos personajes que operan como un motor inmóvil, a salvo del torbellino de tiroteos, grescas y conspiraciones que gira vertiginoso a su alrededor. Los capitanes de los barcos en pugna actúan en una dimensión ajena al resto de los personajes; una realidad suspendida más allá del pragmatismo de la supervivencia, que se rige por otros valores.
Para aquellos que no navegamos más que de manera vicaria en las páginas de los libros, un barco es, a menudo, mucho más que un barco. Y trae aires de alegoría metafísica. Resulta imposible no ver detrás del Mount Castle -que ha sabido hacerse invisible para burlar una y otra vez las mortíferas patrullas franquistas y sus aliados- la sombra de aquel buque espectral que de tanto en tanto arrojaba en la orilla el alma en pena del holandés errante; o la estructura maltrecha y la tripulación fatigada que se empeña hasta el último aliento en la conmovedora travesía del Judea de Conrad en "Juventud".
La carga que el Mount Castle transporta también abre una puerta a la metáfora: la embarcación lleva en sus entrañas el oro de la República, que intenta poner a resguardo fuera de las fronteras de España. Es ese el botín tan preciado para los nacionales. Pero en aquel metal brilla además, ante los ojos del lector, el oro maldito de los nibelungos y el oro del vellocino que vuelve a los hombres temerarios y traicioneros. Oro, mito y ambición como eslabones de una cadena atávica.
En tanto, el personaje del capitán Quirós, quien comanda la nave "roja", es otra gema. Su modo de hablar -mejor dicho, de casi no hablar-, hecho de palabras soltadas como al desgaire, más para rematar sus propios pensamientos que para dar hilo a su interlocutor, confiere a su trágica sencillez hondura dramática.
Lo que se sabrá de él a lo largo de la historia es poco pero contundente. Importan aquí menos sus ideas políticas que las convicciones que siempre orientaron su conducta y de las que no alardea ni hace prédica. Un código personal y austero -tan distinto del "código del escorpión" que guía los actos de Falcó y que hasta el momento le ha permitido al espía salvar el pellejo-, con el que deberá enfrentar una de esas encrucijadas amargas que la buena literatura vuelve épicas, pero que -en su justa medida prosaica, claro- la vida no le suele ahorrar a nadie.
V. CH.
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