El principio de año nos sorprende. Se presenta de improviso, como una visita inesperada, aunque estaba bien señalado en rojo en nuestros calendarios y agendas ¡desde hace 12 meses! En enero, parecía a años luz de distancia y los días se arrastraban morosos, como uno adivina que lo hacen las horas en esos tres inquietantes relojes blandos del óleo La persistencia de la memoria, firmado por Salvador Dalí en 1931.
Pero, a poco de andar, la miríada de acontecimientos personales, familiares y colectivos que tuvimos que sortear, algunos banales, otros conmocionantes, le imprimieron velocidad de vértigo. Y de repente, ¡zas!, aquí está, al alcance de la mano, con su carga de recuerdos y balances, de alegría por los encuentros y melancolía por los que ya no están, por lo que no pudo ser.
Un vistazo a estos 365 días que ya son historia sugiere que en el mundo actual coexisten dos dimensiones. Por un lado, parecemos incapaces de superar problemas que a esta altura, dado que los recursos y el conocimiento están, deberían ser asunto resuelto; por ejemplo, la pobreza extrema, la falta de agua segura o el suministro continuo de electricidad. Por otro, nos deslumbran logros científicos y tecnológicos que exceden en mucho todo lo imaginable. Sólo por mencionar algunos, este año se divisaron planetas en formación; se detectaron equivalentes compactos del Sistema Solar; se registraron las ondas gravitatorias y la imagen óptica del choque de dos estrellas neutrónicas; se encontraron restos fósiles de cinco Homo sapiens que sugieren que nuestra especie habría aparecido entre 100.000 y 150.000 años antes de lo que se pensaba; se desarrolló una técnica de microscopía óptica que permite ver entidades 100 millones de veces más pequeñas que un centímetro; se lanzaron a las rutas camiones autónomos, que no necesitan conductor; se logró editar bases individuales del ADN con una enzima creada en el laboratorio... Basta con que le dediquemos unos instantes a cualquiera de estos hechos para darnos cuenta de que, si no fuera porque están avalados por toda una comunidad global, resultarían francamente increíbles.
Ambas dimensiones conviven sin que podamos explicarnos porqué están tan distantes y condenan a algunos a vivir como en el siglo XIV mientras otros lo hacen en 2050.
Ambas dimensiones conviven sin que podamos explicarnos porqué están tan distantes y condenan a algunos a vivir como en el siglo XIV mientras otros lo hacen en 2050.
En su libro La física del futuro (Debate, 2011), el físico y divulgador de la ciencia Michio Kaku ensaya el optimismo al anticipar cómo serán los próximos 100 años en materia de informática, telecomunicaciones, biotecnología, inteligencia artificial y nanotecnología. Es más, en el último capítulo describe un día en la vida de los humanos del futuro y pinta una imagen idílica. Para entonces, especula Kaku, la palabra "tumor" habrá caído en desuso porque se podrá diagnosticar el cáncer mucho tiempo antes de darle tiempo a formarse, cientos de sensores de ADN y proteínas nos harán un chequeo de salud analizando las moléculas que emitimos en nuestro aliento y fluidos corporales con sólo acercarnos al espejo del baño, controlaremos todos los aparatos de nuestras casas a distancia mediante cables enrollados alrededor de la cabeza capaces de decodificar nuestros pensamientos, navegaremos por Internet armados de lentes de contacto especiales y reemplazaremos nuestros órganos dañados por otros generados en fábricas de tejidos orgánicos.
Respalda sus predicciones con el argumento de que en las últimas décadas se acumuló más conocimiento que en toda la historia de la humanidad, y que para dentro de cien años se habrá duplicado muchas veces. Y agrega: "Los prototipos de todas estas tecnologías ya existen. Como dijo una vez William Gibson, que acuñó la palabra ciberespacio: «El futuro ya está aquí. Lo que pasa es que está distribuido de manera desigual»."
N. B.
N. B.
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