miércoles, 17 de enero de 2018

SOY VIAJERA....Y TIENE RAZÓN


Hay dos grandes maneras de viajar. Con la imaginación y la mente abiertas o trasladándose físicamente. En el primer caso, puede ocurrir que alguien jamás salga de su ciudad o de su barrio y que, sin embargo, tenga un amplio conocimiento del mundo, de sus paisajes, de su acontecer, de su historia, de sus culturas y sus pueblos. En el segundo, aparecen personas con largos kilometrajes recorridos, con miles de horas de avión encima, con constantes desplazamientos y con poco registro y casi nada para decir acerca del maravilloso planeta que habitamos, de sus lugares y sus criaturas.



En uno de los deliciosos y conmovedores ensayos que componen su reciente libro Autoayuda para snobs (título engañoso para un libro que logra el cometido anhelado por su autor: hacerse querer), el periodista, escritor y crítico cultural Daniel Molina reflexiona: "Antes, cuando la gente viajaba, traía historias. Ahora trae imágenes, miles de fotos de la ciudad y alrededores". De una manera breve y contundente, define así la diferencia entre turistas y flâneurs. O, mejor, entre turistas y viajeros.

La palabra turismo proviene del francés tour (gira). Describe una vuelta con itinerario prefijado y retorno al punto de partida. Flâneur es un término instalado por el poeta francés Charles Baudelaire en su libro El pintor de la vida moderna, de 1863. Allí, Baudelaire, uno de los grandes malditos (buceadores de las oscuridades del alma) de la poesía universal, lo describe así: "Para él, observador apasionado, es una alegría inmensa establecer su morada entre el flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito. Estar lejos del hogar y aun así sentirse en casa en cualquier parte, contemplar el mundo, estar en el centro del mundo, y sin embargo pasar inadvertido (.). Vaya donde vaya se regocija en su anonimato. Hace del mundo entero su familia (.), en cada uno de sus movimientos reproduce la multiplicidad de la vida, la gracia intermitente de todos los fragmentos de la vida". Dignifica así a ese testigo infatigable, a ese ávido indagador al que hasta entonces se consideraba vago o vagabundo.



Inicialmente el flâneur caminaba por la ciudad, la conocía en su intimidad, era el testimonio vivo de sus cambios y de la consagración de la vida urbana. Hoy, gracias a que el planeta entero es un escenario más accesible, puede aplicarse el término a aquel que viaja para conocer, para sumergirse en los paisajes geográficos y humanos que atraviesa, para absorber la historia, la cultura, la diversidad que se le presenta. En cada viaje se transforma y cuando regresa acaso no trae fotografías (y mucho menos decenas de selfies en las que se retrata a sí mismo, aunque los lugares no se vean), sino vivencias, experiencias, historias. Se trata de un auténtico viajero. No va siempre a los mismos lugares, no teme a los idiomas ajenos, sabe que los humanos terminan por entenderse, no busca relacionarse sólo con iguales y en sitios cerrados y seguros. Abre los horizontes, y con ellos también la mente y el corazón.
Hoy el planeta está invadido por turistas. Se desparraman por museos, paseos, sitios históricos, shoppings, escenarios geográficos. Pasan sin ver, corren a los shoppingsantes que a los espacios significativos, compran recuerdos, pero después no recuerdan, miran a través del ojo de la cámara y privan a sus ojos de la experiencia real. Más que nunca, y por encima de los artificios tecnológicos, hoy es un desafío ser viajero. Pero el planeta es grande y hermoso y siempre tiene espacios reservados a los flâneurs, a quienes viajan con el cuerpo y con el alma, a los que van y están. Y si la vida es un viaje, también en ella se puede ser turista o flâneur. Porque quizá se vive como se viaja.

S. S.

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