miércoles, 3 de enero de 2018

VIDA INTERIOR


En busca de la soledad perdida: cómo hacerle lugar a la vida interior
El imperativo de conexión constante y la facilidad para estar juntos a pesar de la distancia vuelven misión imposible lo más simple: estar con uno mismo



"La vida interior -dice la escritora neoyorquina Cynthia Ozick en uno de sus ensayos recopilados en Metáfora y memoria- es la enemiga de la muchedumbre, porque la muchedumbre apaga las murmuraciones de la mente." La experiencia de la multitud no es nueva, claro. Pero incluso el flaneur, aquel paseante del siglo XIX que recorría las calles atestadas de gente, preservaba su mundo interior. Podía observar. Era producto de la muchedumbre a través de la cual se abría paso pero era, también, un extranjero, y esta extranjería estaba dada por la distancia con la que miraba y experimentaba la gran ciudad.


Bien entrado el siglo XXI, la muchedumbre pareciera ir con cada uno de nosotros adondequiera que vayamos y cualquier intento de soledad implica necesariamente un esfuerzo: el de desoír esa voz que nunca descansa y que se presenta a través de las redes, de las alertas en los celulares, de la posibilidad siempre al alcance de la mano de estar juntos a pesar de cualquier distancia geográfica.
Este año, el centenario del nacimiento del escritor norteamericano Henry D. Thoreau (1817-1862) reanimó la reflexión en torno a la necesidad de la soledad. La opción de Thoreau es conocida: en 1845 se alejó de la ciudad y se recluyó durante un año en el bosque cerca del Lago Walden. La experiencia dio como resultado Walden o la vida en los bosques (1854). Ediciones Godot publicó este año Una vida sin principios, una conferencia dictada por el escritor en 1854 y repetida varias veces durante los años posteriores. No fue el único. Arthur Rimbaud, Horacio Quiroga, J. D. Salinger, John Berger, y como ellos muchos pensadores y figuras públicas, eligieron en algún momento la soledad.
Pero ¿cómo se vive esta opción hoy? No la soledad entendida como fobia social, esa reclusión del mundo que los japoneses dieron en llamar "hikikimori" y que implica el encierro de los adolescentes dentro de habitaciones hiperconectadas a través de la tecnología, sino la otra, la que se elige como posibilidad de conocimiento, de necesario quiebre con las obligaciones sociales para pensar, crear, leer.
Tiempo y productividad
Un aspecto problemático de la soledad es que no siempre implica estar productivo. Para un sistema que piensa en términos de utilidad, de intercambio monetario, pensar prácticas como la filosofía, la escritura o la actividad científica de laboratorio, todas actividades que requieren de un empleo a ciegas del tiempo, no es sencillo. El filósofo francés Jean-François Lyotard decía que la filosofía trabajó durante años al servicio de la religión y de la ciencia pero que jamás podría desarrollarse sin tiempo. Quien se pasa horas analizando un objeto -Thoreau se pasaba la mañana sentado en la puerta de su casa observando lo que sucedía a su alrededor- no sabe de buenas a primeras a dónde lo va a llevar. Esa perseverancia a contramano del pragmatismo que piensa en términos de ganancia a corto plazo no es fácil de sostener.
Alejandro Lezama, profesor de filosofía, hace años que estudia la obra de Georg Wilhelm Hegel y de Martin Heidegger. Durante doce años se dedicó exclusivamente a Ser y tiempo. "Determinados objetos de la cultura necesitan de cierta inmersión, requieren bajar la cortina a otras informaciones", dice. Y sabe de qué habla: en otro tiempo leyó la obra completa de Dostoievski para tratar de entender qué era lo que Heidegger había visto ahí. A Lezama le interesa la coyuntura, la política, lo que está pasando en este preciso momento, pero para poder reflexionar en torno a la actualidad sabe que es necesario tamizar la avidez de novedades, de estímulos, la idea tramposa y falsa de que todo puede ser interesante.
"Está claro que uno no puede salirse del mundo, pero hay una parte de uno que en algún momento tiene que poner entre paréntesis determinados estímulos -dice-. Hoy todo está a la vista: las calorías que tienen los alimentos, el sexo; todo se presenta al alcance de la mano, de todo se puede hablar, existe la percepción de que no hay objetos que planteen una resistencia y sin embargo, sí los hay. Cualquiera que se adentre en la Fenomenología del espíritu de Hegel se va a encontrar con una obra que presenta una resistencia. Lo mismo quien se sumerja en, por ejemplo, Guerra y paz, de Tolstoi."
Aquello que Lezama llama resistencia, además de estar relacionado con la complejidad del objeto, tiene que ver con el tiempo que lleva leer y analizar determinados textos. La dedicación sostenida, las horas transcurridas a solas, en ese "diálogo del alma consigo misma" que es, como dice Platón, la definición misma de la filosofía, implica reponer cierta lejanía en relación con las cosas y a las personas, justamente cuando lo que se plantea desde la sociedad es lo opuesto: la cercanía.
Sin nostalgia ni angustia
"Siempre me han sorprendido los variados sentimientos que despierta la soledad en la mayoría de las personas: aislamiento, nostalgia, miedo, tristeza, casi siempre relacionados a lugares donde no hay gente", dice Lorenzo Sympson, reconocido ornitólogo radicado en Bariloche. "Personalmente relaciono la soledad con lo opuesto; por ejemplo, con la soledad que uno puede sentir en la peatonal de una gran ciudad o en el vagón repleto de un subte". Sympson se refiere así a la diferencia a la que alude Hannah Arendt entre el hombre solitario, el que puede estar solo consigo mismo, y el que se siente solo, es decir el que recibe pasivamente la angustia de saberse solo, aún o sobre todo, en compañía de los demás. Como el inglés J. A. Baker, que dedicó diez años de su vida a observar el halcón peregrino en las cercanías de Essex y luego volcó sus anotaciones en El peregrino, un bellísimo libro publicado por Sigilo en 2016.
El ornitólogo Sympson se especializa en un ave en particular: el cóndor andino. Puede pasarse días y hasta semanas enteras acampando en el cerro, observando a un animal, que como él mismo dice, tiene una actitud prehistórica: pasa horas y horas sin moverse, para frustración de los estudiosos. "Luego de estar todo un día en la punta de algún cerro esperando su llegada, me sorprende su tremenda sombra, el silbido producido por el aire pasando por sus alas, el momento en el que nos miramos directamente a los ojos con curiosidad."
Si hay un lugar en el que Sympson no se siente solo, es en la montaña: "No me alcanzan las horas ni los sentidos -dice- para capturar la actividad incesante del mundo que me rodea". Ese mundo que se presenta como lo otro, lo ajeno al observador, sólo se aprecia o se ve en la medida en que se logra lidiar con la angustia que provoca el silencio, la soledad sostenida en el tiempo.
Un momento de atención
"La historia de la humanidad -decía Simone Weil- se justifica por un momento de atención". Ese instante, por mínimo que sea, depende de un momento de introspección, es decir, de un instante de soledad. El hacinamiento en el Medioevo, la agitación producto de la Revolución industrial, las largas horas de trabajo en las fábricas, la vida familiar han sido desafíos para aquellos que buscan -que necesitan- la soledad. Monjes, mujeres recluidas en conventos sólo para dedicarse a profesiones que les eran vedadas -la literatura, por ejemplo-, hombres embarcados en largas travesías de ultramar: desde siempre la experiencia de la soledad ha tenido que ser construida. Pero ha sido con la modernidad y, ahora, con la llamada posmodernidad y su imperativo de conexión constante, que cualquier escena de soledad se vuelve más problemática.
"Por un lado, porque lo humano se constituye en lo social, en la relación con los otros, hay una emoción básica de sabernos sostenidos por el vínculo con los demás -dice Ana María Llamazares, antropóloga, investigadora del Conicet y autora de Del reloj a la flor de loto-. Pero también por problemas inherentes al mundo contemporáneo, en el que si uno no está conectado pareciera no existir, en el que la opción de desconectarse implica enfrentarse a la angustia de estar solos con nosotros mismos. Hay otro factor, que tiene que ver con el exceso de extroversión que se ha instalado; estamos abrumados por la cantidad de información, por la rapidez, por la fluidez, y todo esto va en contra de la profundidad. Se trata de un problema de la sociedad moderna que va a tener sus consecuencias. De hecho, las dificultades en la concentración producto de lo que lo que se llama multitasking se ven a diario en los procesos de aprendizaje. Se trata de manifestaciones individuales que tienen su correlato en lo colectivo."

Habrá disciplinas que toleren mejor que otras estas nuevas formas de abordar el conocimiento. Cursos que duran apenas dos meses y que implican contratos renovables con el deseo de saber. Pero habrá otras, como la creación artística o la investigación, que claramente se desarrollan cuando la soledad se sostiene en el tiempo. Requieren, como dice Llamazares, de un grado alto de concentración, de dejar de lado la dispersión de la cotidianidad. "La intromisión que se vive en la privacidad -agrega la antropóloga- requiere de una actitud activa: tomar la decisión de desconectarse. Lo difícil que resulta y lo agobiante que puede ser no hacerlo, ha llevado a mucha gente hacia prácticas como la meditación. Algo que empezó como una moda pero que tiene que ver, entre otras cosas, con ejercitar la concentración."
No se trata de acallar el mundo, claro. Sino de saber que para hacerle lugar al otro - el otro que es uno mismo, o que puede ser el conocimiento del mundo-, va a ser necesario aprender a tamizar y eventualmente a detener ese fluir de la conciencia ajena que pareciera estar todo el tiempo invadiendo el espacio propio.
Probablemente la interrupción constante, la presencia de la muchedumbre todo el tiempo y en todo lugar, nunca haya sido tan acuciante como ahora. Aquella modernidad que empezó con el avance de las urbes, de la vida cosmopolita, de la industrialización y que hoy está marcada por el reinado de la tecnología, ha hecho que muchos hombres y mujeres vivamos con angustia no ya la soledad sino su contrario: la imposibilidad de estar solos.

C. E.

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