viernes, 10 de noviembre de 2017

HABÍA UNA VEZ....

Estoy en Burdeos, precisamente en Saint Emilion, en el mítico Château Cheval Blanc, que produce uno de los mejores vinos de Francia. Este palacio de elegancia es, junto a Château d'Yquem, propiedad de Bernard Arnault, ambos a las órdenes del magnífico Pierre Lurton, su director desde hace veinticinco años, que dirige estas propiedades con la exacta muñeca de excelencia francesa y que, más allá de decisiones técnicas enológicas, abarca la cultura y la acertada idiosincrasia del arte de la acogida de este fantástico país. El reinado se extiende al Cheval des Andes que se produce en Mendoza desde hace más de una decena de años.
Mi despertador suena a las 5 AM y me dispongo para salir al Marché des Capucins, en Burdeos, para realizar las compras para un almuerzo de fuegos. Bajo las escaleras del Chateau con un poco de aprensión en la semioscuridad por sentir la presencia histórica de esta cuna de algunos de los mejores vinos de la historia de Burdeos. Al pasar por la cocina, que recuerdo de una visita anterior, en 2003, veo los rastros de mi picnic de la noche: baguettes y un queso Comte de cuatro años.
 Era casi arenoso y al morderlo parecía conquistar el sabor con cientos de tonos contundentes. Lo comí con el pan untado con manteca normanda y un glorioso Cheval Blanc de 1999, que es siempre un blend de cabernet franc y merlot. Tomé sólo dos copas, recordando la lección que me dio en París mi amigo Jean Pierre antes de cumplir veinte años. Al salir de un restaurante le dije que la botella había quedado casi llena. Me contestó que no necesariamente había que tomar todo el vino; mesura, frugalidad y templanza.
Al mirar por la ventana de mi cuarto, a escasos cientos de metros está la línea divisoria con Pomerol, donde también brillan elegantes y deliciosos vinos vecinos que glorifican el merlot.
Cocina y vinos han sido siempre una unión magna. Pierrot, el director técnico del château, me dijo que los cocineros practicamos nuestro oficio mediodía y noche todos los días del año a lo largo de una vida, ajustando detalles, sabores, consistencias y temperaturas, mientras que ellos en la totalidad de su carrera con suerte lo pueden hacer sólo en 50 añadas. Por esa razón él intentaba poner mucha atención a la historia de la vinificación de la propiedad y me lo demostró en los días subsiguientes, comentándome del clima de cada mes de cosechas tan lejanas como la de 1947 y 1955, entre muchas otras. En el año que nací, 1956, las heladas quemaron la mayoría de las plantas de la región.
El Mercado de los Capuchinos, llamado así en honor a los monjes que lo comenzaron, es el pulso de la cocina de la ciudad. Cuando llegué, los puesteros aún somnolientos acomodaban sus cajas y se preparaban para una mañana de ventas. Elegí el puesto de verduras que más me gustó y el dueño, al ver mi abultada compra, me hizo pasar atrás y comenzó a hablarme de los productores de cada verdura y fruta que elegí.
Uno de los rasgos sociales más lindos es hacer compras en una ciudad o pueblo donde aquel intercambio de comentarios entre vendedor y comprador le da a la vida un rasgo insustituible de comprensión. Es uno de los aportes más lindos a las relaciones humanas, ya que auna la pasión y el conocimiento del vendedor con la ilusión y la esperanza del comprador.
La noche antes de mi cocina, en la cavas del mismo château, Pierre invitó a algunos de sus vecinos productores a comer. Cada uno trajo una botella magnum de vino, delicias como Château-Figeac 2001, Lafleur 1999, Petrus 1999, Valandraud 2009, Cheval Blanc 1989 y Ausone 2005.
Al acostarme esa noche, recordé las palabras de Alejandra Pizarnik: "Debajo de mi vestido ardía un campo con flores alegres como niños de la medianoche

F. M.

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