La madurez nos hace creer, quizá porque no estaremos aquí para verlo, que todo futuro será peor. Es el anverso de la célebre copla de Manrique. "A nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor".
Aquel sábado aprendí que esa perspectiva es falsa. El Rotary Club convocó ese día, en la plaza Arenales de Villa Devoto, a un evento del que participaron alumnos de colegios secundarios de la ciudad de Buenos Aires. Este año, las acciones de la organización tienen que ver con el medio ambiente y, por ejemplo, cada uno de sus miembros plantará un árbol. Dos millones de rotarios. Dos millones de árboles.
En ese marco, me invitaron a leer cinco manuscritos en los que he retratado bellezas, dilemas y secretos de la naturaleza.
Antes de la lectura, hicimos un recorrido con el paisajista Nicolás Dobler -cuya erudición no tiene fisura-, y fue ahí, de entrada, que empezaron a ocurrir cosas que no me esperaba. Los adolescentes no se perdieron ni una de sus palabras, y entendí que los árboles no son para ellos un mero adorno. Como los niños, que creen que el mundo siempre ha sido como es ahora, mis prejuicios me habían llevado a sospechar que a chicos de 15 o 16 años los árboles les importarían un pimiento. Fue al revés. Por momentos la emoción me hacía un nudo en la garganta, porque los árboles han sido siempre mis amigos, pero sólo he podido compartir ese amor con muy poca gente. ¿Sabés qué árbol es ése? ¡Qué importa, es sólo un árbol!
Ahora, todo un grupo de chicos estaba prestando atención a palabras mágicas que mil veces había predicado en el desierto. Magnolia, eucaliptus, roble, araucaria, pindó, fénix, pino. El inmenso plátano de sombra. El callado ombú.
-¿Saben cómo se calcula la edad de un árbol? -preguntó uno de los rotarios. Fue notable que corearan la respuesta correcta. Sí, pero lo que siguió sonó como una bofetada. Desde atrás, uno de los alumnos lanzó, implacable:
-Está bien, pero ¿cómo se sabe la edad de un árbol sin matarlo?
Lo miré azorado. Para ese chico, para todos esos chicos, los árboles son seres vivientes. En su aguda interpelación subyacía un reproche admirable. Ensayé, torpemente, una respuesta. Expliqué que cada especie crece a una velocidad diferente, que puede haber cambios en el color del tronco (el de los fresnos se torna sombrío, por ejemplo), y Nicolás describió la técnica para contar los anillos sin talar el árbol. Pero en mi interior había una tormenta de emociones.
Seré un anciano, si Dios quiere, cuando esos chicos lleguen a la madurez. El mundo estará en sus manos, y hoy ya tienen claro que en la naturaleza todo está conectado. Los arrayanes y el musgo; las medusas y el albatros; las luciérnagas y el viento; los hongos y la noche; el águila y el sol. Los microbios y el pan. Y nosotros. Nosotros también.
Estos alumnos de escuelas públicas de la ciudad de Buenos Aires saben algo que generaciones de adultos se obstinan en ignorar. Que nosotros también formamos parte del inextricable tejido planetario, que también estamos conectados.
Luego siguió la lectura, que había anticipado plagada de bostezos. Sin embargo, obtuve miradas fijas y atentas que difícilmente olvide, porque en ese momento me sentí entre pares, entre personas que han aprendido a presentir este planeta, el planeta Tierra, que saben que sólo somos una pieza de esta relojería inconmensurable.
Luego siguió la lectura, que había anticipado plagada de bostezos. Sin embargo, obtuve miradas fijas y atentas que difícilmente olvide, porque en ese momento me sentí entre pares, entre personas que han aprendido a presentir este planeta, el planeta Tierra, que saben que sólo somos una pieza de esta relojería inconmensurable.
Cuando terminaron los manuscritos, mantuvimos una charla sobre ecología y, al final, me atreví a formular una pregunta que he hecho docenas de veces, sin lograr mucho más que algún eslogan de repisa y dos o tres perogrulladas políticamente correctas. Les dije:
-¿Ustedes saben por qué hay que cuidar el planeta?
-Sí -respondió, inexorable, una alumna en la segunda o tercera fila-. Porque es el único que tenemos.
A. T.
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