El hombre que comía
Durante varios años pude dedicarme a observarlo en un esmerado restaurante de Buenos Aires. Nunca supe su nombre, nunca pregunté. Pero cada viernes por la noche acudía con un grupo de amigos, no más de seis, y se sentaban siempre en la misma mesa.
Era un hombre de edad incierta, aunque sus compañeros parecían orbitar los 50, y muy pronto advertí algo extraño en este sujeto flaco y un poco atildado. Al principio, su actitud era la ordinaria. Conversaba, bromeaba con cierta reserva, comentaba alguna noticia o el resultado de un partido de fútbol ineludible. Pero se lo veía pendiente de los movimientos del personal, y en algún momento se envaraba y clavaba la vista en el maître, como un depredador, cuando lo veía aproximarse con las cartas. Aguardaba serenamente su turno y, por fin, tomaba su cuadernillo con ambas manos. No con una, como el resto, sino con las dos. Lo depositaba sobre la mesa y acariciaba un poco sus tapas negras antes de abrirlo. El maître solía deslizar algún consejo, pero él ya no estaba ahí. Había abierto la carta y empezaba a estudiarla con la minuciosidad del exégeta o el hermeneuta.
Pasaba el dedo por cada línea, asentía con la cabeza, arqueaba las cejas, murmuraba para sí algo como un mantra, fruncía el ceño, torcía un poco la boca en un mohín dubitativo y, tras tan intenso recorrido, llegaba a los postres, levantaba la cabeza un momento, cerraba los ojos y volvía a empezar. Por fin, después de numerosas relecturas, respiraba hondo y llamaba al mozo con vozarrón imperioso.
Podía elegir un risotto, un pescado a las brasas, una carne a la cacerola o el cerdo con peras al Malbec. Daba lo mismo. Siempre sometería al mozo a un interrogatorio implacable. Qué arroz. Qué variedad de oliva. ¿Changlot, está usted seguro? ¿Alcaparras? ¿Alcaparras de dónde? Cacerola de hierro, quiero creer.
-¿Cuándo llegó el pejerrey? -preguntaba, serio como un fiscal.
-Hoy, señor.
-A qué hora, caballero -insistía, impaciente.
En ocasiones, hacía venir al chef, con quien debatía asuntos que, a su juicio, eran de una importancia impar, y no era inusual que se hiciera traer una botella de aceto, para verificar su origen, o las hojas de laurel, que juzgaba largamente acariciándolas entre el pulgar y el índice. Tras este rito, que ninguno de sus amigos interrumpía, despachaba su orden, crujía los nudillos y regresaba a la conversación.
Si hasta aquí teníamos un sibarita, al llegar los platos su obsesión se abismaba y ya no perdía de vista su comida. La seguía fijamente mientras permanecía en la mesita de servicio y luego, todo el trayecto hasta su lugar, donde se quedaba unos minutos absorto, escrutando cada detalle. El mundo alrededor había desaparecido para él. Como un cirujano del placer, tomaba los cubiertos y construía bocados con el arte del escultor y del equilibrista. Mientras masticaba con lentitud, observaba su plato desde diferentes ángulos, como si fuera alguna reliquia arqueológica o una especie de mariposa nunca antes observada. Había en su actitud algo de idolatría y de la fascinación que inspira lo preternatural. No participaba de la charla y nadie se permitía importunarlo. Si al sommelier, como era norma, se le ocurría aproximarse para sugerirle un vino adecuado, lo atajaban a tiempo. Sólo agua mineral para él.
Recuerdo una sola ocasión en la que levantó la vista de su plato, negó con el dedo y con la cabeza, tragó con ceremonia, y dijo:
-De ninguna manera. La albahaca azul es un híbrido estéril y tiene un toque de alcanfor. No la pondría en una caprese -dictaminó, pronunciando el nombre de la ensalada en perfecto italiano, y regresó a su plato con convicción inquebrantable.
Un viernes dejó de venir y en el fondo sentí alivio. Su ardor alimentario era perturbador. Lo hacía a uno pensar que ese hombre había pasado años de hambre. O que estaba condenado a jamás sentirla.
A. T.
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