jueves, 15 de diciembre de 2016

HISTORIAS DE BUENOS AIRES


Días pasados fue el Día Nacional del Tango. Y por eso, quiero homenajear a Homero Manzi y a Julio de Caro.
Hablo de San Homero de la Identidad Nacional porque está instalado en el altar de la cultura popular, en la dignidad de la soberanía que predicaba un país que no se arrodillara jamás, ante ningún poderoso. Hombres íntegros como ese Homero Manzi son los mejores espejos de vida que les podemos mostrar a nuestros hijos. Porque hombres públicos como él, honestos, geniales, solidarios y patriotas no son precisamente los que sobran en estas pampas tan golpeadas. Homero fue y es muchas cosas: poeta, guionista, director de cine, dramaturgo, periodista, presidente de SADAIC, secretario general de la FUA, militante político y letrista de la murga barrial “Las Tripitas”.


Y eso que apenas vivió 44 años. Primero fue Homero Nicolás Manzione, nacido en el pueblo de Añatuya en Santiago del Estero. El rebautizó a su pueblito Aña-Mía para reafirmar su amor al pago chico y las raíces grandes. En esas calles polvorientas y desvalidas, Homero aprendió a venerar a la gente sencilla. De aquel sol incendiario robó la pasión por la lucha política que luego incorporó a la noche de un barrio de Boedo sembrado de tangos y cafetines. Por esos empedrados se entreveró con su pares, los poetas gladiadores defensores de nuestras cosas y, sobre todo, de nuestro pensamiento, de nuestro lugar en el mundo. Allí empezó a caminar con Cátulo Castillo y escribió algo que me estremece cada vez que lo leo:
“Por eso yo, ante ese drama de ser hombre del mundo, de ser hombre de América, de ser hombre argentino, me he impuesto a la tarea de amar todo lo que nace del pueblo, de amar todo lo que llega al pueblo, de amar todo lo que escucha el pueblo”.
Esa fue su biblia para luchar contra los colonialismos de todo tipo. Tal vez por eso se transformó en un hecho maldito para los pitucos y sus concubinos, los cipayos. Tal vez por eso fue tan ninguneado, tan discriminado, tan censurado. Tal vez por eso se colocó en la misma trinchera que Don Hipólito Yrigoyen y resistió con todo lo que tuvo a mano a la dictadura del general Uriburu y a las tropas usurpadoras del general Justo. Y no exagero cuando digo con todo lo que tuvo a mano. Conspiró con la pluma y la palabra pero también construyó bombas caseras para resistir al autoritarismo de turno. Estaba dispuesto a dar su vida y su libertad. Por eso fue perseguido y encarcelado.
Así forjó esa forja que todavía sigue forjando banderas nacionales. Las famosas cuatro “pe”: patria, pan y poder al pueblo. Allí se multiplicó en compinches de su misma calaña como Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz o Luis Dellepiane. Eran argentinos que no se dejaban domesticar por nadie. Ni por los militares fachistoides de cerebros cuadrados ni por la claudicación alvearista de su propio partido radical.

 Cuando lo expulsaron de la Facultad de Derecho, cuando le cerraron el camino de profesor de literatura, mató al hombre de letras y se dispuso a escribir letras para los hombres. Murió el universitario Homero Nicolás Manzioni y nació el orillero Homero Manzi. Se hizo blindado. Su poesía se nutrió de… y volvió hasta… lo más profundo del pueblo. Nunca más pudieron desafiarlo. Porque estaba en todos lados: en el farol balanceando en la barrera y en el codillo llenando el almacén. En la voz de sombra de Malena rebotando contra ese sur, paredón y después que lo harían inmortal. Homero Manzi se hizo sentimiento canyengue y silbido a la salida de las fábricas y de los bailes con chatas entrando al corralón, chapaleando barro bajo el cielo de Pompeya. Unió la creativa sensibilidad popular con la estética refinada de la Academia y puso al tango en el Olimpo de la gloria.
Después descubrió a Juan Domingo Perón como heredero de Yrigoyen y hasta tuvo la satisfacción de presentarle a Evita en el Luna Park según cuenta Jauretche. Un maldito 3 de mayo de 1951 Homero Manzi murió de cáncer mientras le dictaba por teléfono su último tango a Anibal Troilo.
León Felipe escribió que el día que los pueblos sean libres, la política será una canción. Yo sueño que ese día vuelva Homero y esa frente triste de pensar la vida que tiraba madrugadas por los ojos, como le dijo Cátulo. En realidad, Homero resucita cada vez que el duende de su son che bandoneón se apiada del dolor de los demás. O cuando alumbra con las estrellas nuestra marcha sin querellas. Homero, pesadumbres de barrio que han cambiado y amargura de un sueño que murió. Con su nombre flotando en el adiós.


El de Julio de Caro es otro nombre y apellido del tango flotando en el adiós.
Su padre, don José, era un músico clásico orgulloso de su formación cultural pero que despreciaba la música popular. En la calle Defensa, a 20 cuadras de la Casa Rosada, instaló un conservatorio y un anexo donde se vendían instrumentos musicales y partituras.
Don José había diseñado para su hijo Julito un destino de médico y de gran concertista de guitarra. Pero el pibe, con los atorrantes del barrio y de pantalones cortos se escapó una noche al Palais de Glace a ver la orquesta de Roberto Firpo y quedó fascinado. A la madrugada, todos gritaban “que toque el pibe”, que toque el pibe y él también porque un tango se llamaba así. Hasta que un amigo le dijo: “es a vos Julito, la gente pide que toques vos.” Recién cuando apoyó el violín contra su cuello su cuerpito frágil dejó de temblar como una hoja. La música maravillosa que produjo hipnotizó a todos con su belleza.
Cuando Julito regresó de madrugada lo estaba esperando su padre que lo castigó a vivir una semana en un rincón y a pan y sopa. Julito metió violín en bolsa. Su corazón se desgarraba ante cada reto de su padre que insultaba a esos vagos que tocan esa música bastarda, esas melodías prostibularias. Pero la magia del tango ya se había metido para siempre en el corazón de Julio de Caro. Un día, el tigre del bandoneón Eduardo Arolas lo invitó a tocar en su orquesta y ese fue el final. Otra madrugada el padre de Julio lo esperó detrás de la puerta y lo echó de su casa: “Usted elige mocoso, la medicina, la guitarra y el concierto o esa porquería que toca con el violín. Usted me ha traicionado, ha deshonrado mi apellido”. Y Julio se fue vencido de la casita de sus viejos. Durante 20 años le envió cartas a su madre que nunca fueron respondidas.
Después de mucho sacrificio y pasar grandes privaciones económicas, Julio empezó a triunfar en todo el mundo. Les mandaba a sus padres los recortes de los diarios que hablaban de su genialidad y nada. Ni una línea a vuelta de correo. Por eso su mirada siempre estaba triste pese a que su crecimiento profesional fue caudaloso. El presidente Marcelo T. de Alvear se declaró su admirador.
De gira por Europa una noche tocó en un palacio de Niza ante cientos de bacanes. Alguien se levantó de su mesa, elegante con su smoking tan lustroso como su cabello y dijo: “Así como me reciben a mí les pido que reciban y escuchen a Julio de Caro”. Un presentador de lujo: era Carlos Gardel. Enseguida uno de los bailarines le pidió que repitiera el tango “El Monito”. Y luego otra vez. Y otra. De Caro no podía negarse a ese pedido de Charles Chaplin.


De Caro después tocó para el Aga Khan, para el príncipe de Gales, y fue pasión de multitudes. Se convirtió en un artista inmenso que marcó para siempre con su identidad la música de Buenos Aires. Pero sus padres seguían sin aparecer y la llaga de su corazón seguía abierta.
Paloma Efrom, Blackie, cantó en su orquesta. Edmundo Rivero también. En 1937, nadie quiso perderse el regreso triunfal de Julio de Caro al Teatro Opera. Después de varias ovaciones, Julio se quedó un tiempo largo en el camarín esperando que se fuera el público para poder salir tranquilo. Pasaron dos horas y salió caminando por el pasillo del teatro apenas alumbrado por pequeñas lucecitas rojas. De pronto vio difusa dos figuras que se recortaban en la penumbra. Eran sus padres. Don José se acercó temblando hacia su hijo y después de 20 años le dijo, sin tutearlo: “Vengo a pedirle perdón. Usted hace una música de ángeles”. Y no pararon de llorar en un profundo abrazo. Julio de Caro, entre sollozos, repetía: “Vió Papá que yo no deshonre el apellido, no lo deshonré”.
De Manzi a De Caro. Tango en estado puro. Quejas de bandoneón…

A. L. 

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