La noticia de la primera muerte me llegó con el desayuno. La depositó sobre mi mesa, junto con el café y las tostadas, una esforzada camarera a quien todos llamaban Clara. La claridad de Clara fue de lo más elocuente:
—Tengo un cadáver para usted, pero todo depende de lo que sea capaz de pagar.
—Pagar, muy poco —le dije mirando su escote—. Agradecer, mucho.
—Un turista apareció con el cuello roto —dijo, tomándome la palabra y parpadeando intensamente.
—Qué interesante —suspiré—. ¿Hay más mermelada?
—Si se apura por ahí todavía pueda verlo —se aceleró, acalorada e impaciente—. La policía está trabajando en el cerro y hasta que lo bajen puede hacerse el mediodía.
—A propósito, ¿qué hay para almorzar?
—¿Cómo puede pensar en comer en momentos así? —se exasperó—. ¿Qué clase de periodista es?
—Soy un periodista hambriento, sedentario, de vacaciones y en decadencia absoluta.
—Le voy a decir algo —amenazó, bajando la voz.
—Diga, que la escucho.
—Corre el rumor de que no fue un accidente.
—Nunca me dejo llevar por los rumores.
—Ni un asalto.
—Será un crimen sexual, entonces —no pude contener el bostezo.
—Una venganza.
—¿Una venganza?
—Averigüe y después me cuenta.
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Escondió su propia turbación en una expresión pretendidamente enigmática y se fue a secar copas atrás del mostrador. Desde allí me estuvo espiando hasta que la taza y los platos quedaron vacíos, y un cigarrillo se me subió hasta las manos.
Se me acercó entonces con una servilleta garabateada. Me mostró cuál era el camino más corto y cuáles los senderos engañosos. Luego se empecinó en ayudarme a ponerme el gabán y la ridícula gorra con la que me había acostumbrado a vivir. Me acompañó incluso hasta la conserjería y me señaló, por el ventanal, las sinuosas formas de aquel cerro boscoso que bordeaba el gran lago.
El hotel estaba ubicado sobre una de las tantas calles que desembocaban en la orilla. Era un edificio de buen porte, revestido íntegramente de madera de la región y alfombra importada: tres estrellas y pensión completa. Una beca que el diario había conseguido por canje y para sacarme un rato del medio.
Marzo había alejado ya a los veraneantes de medio pelo y faltaban todavía varios meses para la nieve, el ski y el ciervo colorado, que los empresarios extranjeros y sus estilizadas familias comían ahumado en esa Europa miniaturizada donde nadie había oído hablar de la mishiadura y el subdesarrollo. Un mes intermedio, jaqueado por el frío y el calor, lleno de días azules y de un vago sentimiento parecido a la nada.
Con las manos en los bolsillos, crucé las calles y me interné en el follaje. Subí boqueando quinientos metros de roca y maleza y alcancé un mirador que la naturaleza había fabricado para que los hombres comprobáramos lo que ella había hecho con ese pedazo de agua azul y con esas laderas glaciares donde ahora crecían las araucarias. Encajonado entre montañas, aquel espejismo poblacional luchaba por imponerse, con sus cabañas alpinas, sus edificios exóticos y ese irresistible pero impostado aire a campiña suiza.
El maltratado mapa de la servilleta indicaba que para encontrar el tesoro había que esforzarse unos cuantos metros más en dirección oeste. Fue imposible, a poco de andar, tener un extravío: un solemne policía, con más pinta de baquiano que de investigador, me salió al encuentro con una media sonrisa de cortesía montaraz. Le expliqué quién era y qué pretendía hacer. Llegué incluso a enseñarle una credencial. Era como hablar con un tronco. Afortunadamente, un gordo vestido de civil, pelo cortado al rape y una Browning en el cinturón, salió de la espesura y le ordenó que me dejara pasar.
—Me llamo Gómez —anunció, estirando la mano—. Comisario Gómez, para servirle. ¿Anda buscando un titular?
—Me conformo con una necrológica.
Le estreché la diestra y me crujieron los huesos. Medía fácilmente un metro noventa, pesaba al menos el doble que yo y pertenecía sin duda a mi misma generación, lo cual no quería decir ni mucho ni poco. Se le notaba en la cara una mezcla indisimulable de razas y en el acento un prolijo intento por acallar con castiza educación una lengua elemental.
—Venga —me invitó con un gesto—. Hay poco para ver.
Bajamos en fila india por un estrecho terraplén atravesado por raíces, polvo y cascotes, y tratamos de hacer pie en el borde de un abismo por el que un grupo de atribulados bomberos había descolgado un juego de sogas. Allá abajo, entre los acantilados, el verdor de la orilla y la suave corriente, se adivinaba el sordo trabajo de dos policías y la sórdida presencia del muerto.
—Se asomó al balcón, lo mareó el vértigo y resbaló —dijo Gómez brutalmente, pateando una piedra que siguió ese vuelo hipotético y final.
—¿Cómo se llamaba?
—Burton.
—¿Yanki?
—Inglés con pasaporte norteamericano y ocupación desconocida. Medio intelectual: se le encontraron algunos libros.
—Y no dejó ninguna carta.
—Nadie sale a suicidarse con un sándwich de milanesa en el bolso.
—Un argumento irrefutable.
Otro mestizo domesticado emergió de entre los arbustos subiéndose el cierre del pantalón y con el ceño arrugado.
—El doctor Sandler —lo presentó Gómez—. Nuestro médico para todo servicio.
—Encantado —dijo, desencantado de la vida.
—Es periodista —le aclaró el comisario—. Aunque todavía no me dijo para dónde trabaja.
—Soy un mercenario, Gómez. No vale ni la pena que le cuente.
—No conozco del asunto, pero me parece que no hay mucha historia —dijo Sandler un poco más animado.
—Tiene toda la razón del mundo —le dije para exagerarle el ego—. En realidad, me atrajo el olor de la sangre.
—Una deformación profesional.
—Mucho tedio y curiosidad. ¿Usted juega ajedrez?
—Jugamos poker —se adelantó Gómez—. ¿No va a quedarse a ver el espectáculo? No puede tardar mucho.
—Voy a ahorrarme el disgusto, si usted no tiene inconveniente.
—¿Dónde está parando? —preguntó Sandler—. ¿Cena temprano?
—Hotel La Espera —contesté retrocediendo—. Ustedes ponen las cartas y yo pago el coñac.
Fueron puntuales. Llegaron juntos, abrigados y con los bolsillos llenos de fichas y naipes. Clara nos acomodó frente a la chimenea de leños, nos sirvió el café, nos dejó abierta la botella de coñac y nos dio las buenas noches.
—Hablemos de Burton —propuse, disponiendo las copas.
—Era políglota —dijo Gómez, orgulloso de sí mismo.
—Tenía una úlcera duodenal. —Sandler repartió las cartas y los valores sobre la pequeña mesa de roble—. Politraumatismos. Estallido de bazo y de hígado. Fractura de la articulación atlo-axoidea.
—Eso quiere decir que se quebró el cogote —tradujo Gómez.
—Murió hace más o menos treinta y seis horas. Había cenado una tortilla de papas y una hamburguesa.
—¿No probó el postre? —quise saber.
—Los encargados de la hostería dicen que era un tipo tranquilo —Gómez sacó su inesperada pipa de cedro y comenzó a cargarla—. No hablaba mucho. Solamente cruzó algunas palabras en inglés con un mozo ilustrado que trabaja en el desayunador.
—¿Era homosexual?
—Habrá que descartar completamente esa teoría —Sandler abrió las apuestas—. El esfínter anal estaba intacto.
—Me informaron que tenía treinta y cinco años, que era antropólogo y que había previsto pasar unos días en Chile —Gómez encendió el tabaco—. Se le secuestraron un libro de Hegel, dos de Gregorio Álvarez y un diccionario bilingüe. Un permiso de pesca, cuatro remeras, dos pantalones y algunas ropas íntimas. Seiscientos dólares norteamericanos y una medallita de Santa Bárbara.
—¿Un antropólogo creyente? No parece muy creíble.
—Prefiero pensar que fue un supersticioso —opinó Sandler revolviendo su pocillo—. Sobre todo teniendo en cuenta que además era montañista.
Gómez asintió, lanzó una bocanada de humo y ganó la mano con un full:
—Le encontramos, en el fondo de la valija, algunas fotos en cerros y ventisqueros que no alcanzo a reconocer y dos o tres recortes de diarios italianos y franceses. Hasta donde entendí, el tipo escaló varias cumbres y batió incluso algún récord.
—Eso complica las cosas —dije, y cambié dos cartas. Sandler me dio, sin saberlo, los dos escalones que le faltaban a una escalera modesta pero ganadora.
—Cómo puede, un profesional de las alturas, sufrir un resbalón de principiante —dijo—. That is the question, ¿no le parece?
—Es y será un accidente hasta que se demuestre lo contrario —Gómez mostró su juego: una miserable pierna de ases.
—Pero supongamos por un momento que se trata de un homicidio.
Recogí las ganancias y me serví otra copa.
—Usted entonces sería mi principal sospechoso —Gómez dejó la pipa y se cruzó de brazos.
—Por aquello de que el asesino siempre vuelve al lugar del crimen —dijo Sandler y me cedió la banca.
—Estoy convencido de que sólo fue un penoso accidente —declaré con solemnidad—. ¿Habrá que barajar y dar de nuevo?
—¿Y usted qué estaba haciendo el 10 de marzo a las once de la mañana? —me preguntó.
—Fornicando.
—Es una buena coartada.
Seguimos jugando hasta muy tarde. Hasta que la conversación, las apuestas, el coñac y el fuego fueron languideciendo. Luego nos despedimos en el umbral helado y yo subí pesadamente los peldaños de piedra. Entré en mi habitación de madera y me saqué la ropa.
Clara tenía la mala costumbre de dormir desnuda.
La noticia de la segunda muerte me llegó como una intuición. Se trataba, en realidad, de una intuición colectiva de la que hasta se había hecho eco una radio local: «Un joven turista que navegaba en el lago con su pequeña embarcación se encuentra perdido desde el mediodía de ayer y existen, según consignan las fuentes consultadas, pocas esperanzas de encontrarlo con vida».
Una de esas fuentes debía ser forzosamente el comisario Gómez, quien encabezaba el brioso equipo de búsqueda.
Sandler vino a verme por la tarde. Llevaba puesto un piloto amarillo y unas botas de campaña. Portaba un maletín insignificante, un mensaje y una urgencia:
—Gómez llamó hace un rato. Quiere que vaya a ver el cadáver y que lo lleve a usted conmigo.
—¿Es una invitación o una orden?
—Un extraño privilegio.
Parecía menos indolente que la otra noche: me compadecí de su vigilia.
—No tome frío —me dijo Clara, ayudándome con el gabán.
Bajamos caminando hasta el muelle y ocupamos los asientos de una lancha oficial tripulada por un uniformado que no sabía dar ni los buenos días. Los confines del lago rozaban la frontera con Chile y para recorrerlo en línea recta había que perder unas cuantas horas. El motor fuera de borda nos empujó durante un buen trecho a través del viento congelado y las olas nerviosas; la ciudad desapareció a nuestras espaldas y el paisaje se volvió agreste. Luego de treinta minutos de marcha, tuve la impresión de que aquélla era en verdad una extensión oceánica y que jamás llegaríamos a destino. Un poco antes de la incertidumbre total, nuestro timonel giró a estribor y nos llevó hacia una saliente.
Un bote de goma y una canoa, convenientemente montadas sobre la margen rocosa, nos recordaron que en algún tiempo y en algún lugar existía todavía una civilización y que quizás nosotros hasta pertenecíamos a ella.
A pocos metros de la orilla, en una especie de hondonada cubierta de vegetación, Gómez había dispuesto una fogata donde se calentaban las manos y se pasaban el mate dos o tres subordinados de tranco lento. Más allá, junto a un arroyo miserable, se hacía evidente un bulto envuelto en una manta. Sandler fue derecho a su objetivo. Yo le acepté a Gómez un amargo.
—Es una mala racha —dijo.
—¿Qué pasó?
—Salió de excursión en su canoa —dijo, extenuado pero persuasivo—. Supongo que se cansó y que decidió hacer un alto para merendar. Luego fue hasta el arroyo y se le ocurrió ver si pescaba algo.
—Fue entonces cuando resbaló y se fracturó la articulación atlo-axoidea.
—Exacto —dijo Sandler, regresando.
—Es una epidemia, doctor.
—Al tercero declaro la cuarentena —la muerte y el rigor profesional le habían devuelto el buen humor.
Entregué el mate y señalé unos senderos que nacían en la hondonada, subían la ladera y se perdían entre las plantas.
—Se bifurcan a unos doscientos metros —explicó Gómez recargando la yerba con desmañada pericia—. El brazo izquierdo se interna en el monte y lleva directamente a un grupo de chozas.
—Mapuches —aclaró Sandler, sorbiendo ruidosamente la bombilla.
—El brazo derecho sube y baja, y desemboca en un camino común que conduce al pueblo.
—Inexorablemente —su léxico era encomiable: Gómez pareció acusar el elogio—. Y calculo que habrá usted examinado el terreno, míster Holmes.
—No se equivoca —usó el mismo tono—, huellas de botas, zapatillas, alpargatas y herraduras. Bosta equina y algunas deposiciones humanas.
—Deposiciones —repetí—. ¿Nada de sangre, por casualidad?
—Nada.
—Se llamaba Minetti —dijo de pronto Sandler, a quien el final del viaje le había soltado definitivamente la lengua—. Oriundo de Zapala. Nieto de inmigrantes italianos dedicados al comercio. Buena posición. Veinticinco años, técnico industrial y basquetbolista.
—Se instaló en el camping del Automóvil Club —completó Gómez, removiendo la yerba—. Venía con un grupo de pibes que quería hacer los Siete Lagos. Salió a navegar solo porque perdió una apuesta.
—Perdió algo más que una apuesta —filosofó Sandler, aceptándome un cigarrillo.
Fumamos un rato dándole vueltas y vueltas al asunto. Luego los soñolientos vigilantes cargaron el cadáver en la canoa y ataron la carroza fúnebre a la popa del bote. En silenciosa caravana, emprendimos el regreso.
La fatiga de ese día pospuso el poker de la noche.
Aproveché la ocasión para dormir temprano y para reunir mis desperdigadas fuerzas: Clara se había empeñado en hacerme caminar catorce kilómetros hasta un paraje escondido en una montaña. Había conseguido ese preciado franco y no estaba dispuesta a dejar que me apoltronara en el hotel a ver pasar la vida. Cargados con víveres como para realizar un viaje al centro de la Tierra, iniciamos la excursión a las diez, almorzamos tres horas después en una playa desierta y llegamos cerca de las 16 al Edén.
Se trataba de un pequeño conglomerado de estancias, enclavado en prados sobrenaturales y tocado por ruidosas cascadas. Allí era posible beber de un inesperado manantial el agua carbonatada que rejuvenece, comprobar el extraño microclima primaveral que la naturaleza prodiga durante todo el año, o enterarse de los nombres de los multimillonarios que habían adquirido derechos en aquel paraíso.
Relegada a casuchas indignas, oculta en las sombras de los árboles
y temerosa del hombre blanco, una especie de sociedad secreta sobrevivía sin pena ni gloria. Mapuches sin orgullo y casi sin cultura, que alguna vez habían sido los dueños de la tierra y que ahora eran apenas los mudos sirvientes de quienes les habían infligido la más absoluta de las derrotas.
Clara entró en sus dominios como si hubiera nacido en sus chozas; intercambió saludos en otra lengua y me presentó a cuatro o cinco familias enteras. Luego me obligó a ascender un cerro y a darle la mano a un anciano que luchaba con la corteza de un árbol. El viejo tenía un nombre previsible.
Arrojó el hacha a un costado y nos invitó a sentarnos en el suelo. Atardecía en el horizonte y al anciano le regocijaban los cuentos y leyendas que, por varias generaciones, sus antepasados habían entretejido al calor de las hogueras. Clara lo traducía con voluntad y devoción. Lo llamaba «chao», que significa abuelo. Y le seguía con los labios esas voces profundas que se sabía de memoria.
Al cabo de un siglo, el anciano cerró su boca para escuchar el viento de la Cordillera y Clara pronunció una palabra que le hizo abrir los ojos. El abuelo me miró entonces como comprendiendo algo que yo aún no era capaz de comprender, y entonó una historia larga y compleja. Clara lo dejó terminar y después dibujó su síntesis:
—Hay, entre todos los ritos, un rito oscuro: aquel que lleve en sus venas las dos sangres despertará un día y vengará la suerte corrida. Es una profecía que no forma parte de las narraciones oficiales. Que no llegó a los libros, pero que supuestamente nació de un clan antiguo y extinguido, y que derivó en un refrán que se usa como una broma, pero que de broma no tiene ni un pelo.
Clara se interrumpió para observar el impacto que la profecía aborigen había provocado en mi cara. El abuelo me miró con inefable expresión, como diciéndome: No se lo tome muy en serio, huinca, pero tampoco piense que todo esto es una boludez. Yo adopté un gesto equidistante y contemplé mansamente las altas cumbres.
Clara ni siquiera se ofuscó. Buscó un tema para seguir la charla y luego de un rato nos animó a que nos despidiéramos. El anciano me deseó lo mejor, recogió su hacha y continuó su trabajo mientras el sol declinaba sobre sus hombros.
—¿Y bien? —preguntó Clara, cuando descendíamos a paso ligero.
—¿Y bien, qué?
—Era como yo le decía.
—¿Qué cosa?
—La venganza.
Me reí un poco de su dulce credulidad:
—¿Así que cada vez que un turista se desnuca, tu gente piensa que el ángel vengador está cumpliendo su palabra?
—Ésta es la primera vez que «mi gente» lo comenta —dijo, furiosa—. Alguien se jactó de lo que estaba haciendo y el rumor se extendió. Yo solamente quería que usted se desasnara un poco, pero veo que es inútil. Usted, como la mayoría de estos huincas, no entiende nada.
Me castigó con su silencio y me obligó a volver por caminos tortuosos. Casi de noche, un automovilista se apiadó de nosotros, nos levantó en la ruta y nos regresó a la ciudad.
Las campanas de la catedral sonaban tristes. Llamaban, según decían en la plaza, a una misa de cuerpo presente en memoria de un joven desaparecido que se había quebrado el alma.
Clara me abrazó con un escalofrío.
—No hay dos sin tres y la tercera es la vencida —dije dando de abajo y de derecha a izquierda.
—¿Deberíamos dudar de su honorabilidad? —preguntó Sandler con la vista puesta en la baraja y haciéndose el distraído.
—Jamás.
—Lo que el periodismo intenta decir —aclaró Gómez— es que si hubo dos desgracias bien puede haber otra más. ¿Me equivoco?
—Usted nunca se equivoca, comisario.
—Parte de la irresistible idea de pensar que no se trata de meros accidentes sino de crímenes premeditados.
—¿Existe alguna conexión entre el antropólogo y el basquetbolista? —preguntó Sandler, descontento con su juego.
—No los une el amor sino el espanto.
—No existe ninguna conexión entre Burton y Minetti —dijo Gómez, saboreando lentamente su coñac—. Los dos eran turistas, eran jóvenes y portaban RH positivo: ahí se terminan las compatibilidades. No se habían visto nunca. Sus familiares y amigos ni remotamente se conocían.
—Eran forasteros —dije sin querer, y me di un par de sietes.
—Acá todos somos gringos —sentenció Sandler abriendo las apuestas—. Mi padre era irlandés y el de Gómez era gallego.
Calibré mis chances y medí sus fichas. Gómez parecía molesto. Se deshizo de las cartas y prendió su pipa. Subí con tres y esperé la respuesta. Sandler pagó por ver, perdió y dijo, súbitamente malhumorado:
—Permítame dudar de su honorabilidad.
—La suerte está cambiando, doctor.
—Lo que Sandler intenta decir —volvió a aclarar Gómez— es que las desgracias comenzaron cuando usted llegó a nuestro pueblo.
—¿Me habré convertido en un pájaro de mal agüero?
—Todo es posible —respondió, entre humos enigmáticos y miradas torvas.
—Está bien —dije—. Yo les enseño el truco y ustedes prometen no meterme preso.
Gómez no se movió. Sandler tomó la banca y le dio el mazo para cortar.
—No le prometo nada —dijo Gómez. Y cortó.
La noticia de la tercera muerte me llegó con la lluvia.
Clara me recomendó que no saliera, perdió la pulseada y me impuso un paraguas dudoso y una bicicleta destartalada con los que atravesar la ciudad. La garúa mojaba las calles plácidas y le imprimía al ambiente una humedad misteriosa. Turistas y residentes, soñando la proximidad de los Alpes, se extasiaban en las veredas. El aroma de café recién hecho se escapaba por los resquicios de las casas y el zumbido de las sierras eléctricas, trajinando incesantemente la madera, dejaba la sensación de que el aguacero no podía detener el progreso. El otoño se les venía encima y todo se vivía como un encantamiento.
Pedaleando contra el viento, erguido pero fatigado, me dediqué a sortear los peligros y a encontrar la ruta provincial. Por un camino secundario, que se desviaba hacia la derecha, había un hostal digno de Hansel y Gretel. A cincuenta metros, ya entre pinos, cedros y cohiues, una cupé plateada yacía humeando en decúbito dorsal, rodeada por algunos policías y unos cuantos curiosos. A simple vista, era posible especular con lo que había sucedido. Venía bajando por un sendero empinado, su conductor había perdido el control, se había bandeado hacia la izquierda y la maniobra lo había obligado a volcar. La cupé había rodado varias veces sobre sí misma y se había detenido bruscamente junto a un árbol prehistórico, con sus ejes mirando al cielo y sus vidrios astillados.
También era fácil deducir lo que le había ocurrido al infortunado chofer. Gruesas manchas de sangre se diluían sobre la gramilla y todavía se escuchaba a lo lejos la sirena de una ambulancia que luchaba contra el tránsito del centro: imaginé, por un instante, a Sandler bamboleándose en el interior de ella, con su palidez morena y su expresión desencantada. Luego dejé a un lado la bicicleta y el paraguas, y caminé bajo la lluvia hasta donde Gómez examinaba displicentemente un rifle con mira telescópica.
—¿Va a dispararle a alguien? —le pregunté.
—Hay secreto de sumario.
—¿Lo comprometo? —me reí.
—No, solamente me hincha las pelotas —echó a caminar sendero abajo, con la mirada vacía y el rifle sobre el hombro.
—Déjeme adivinar —dije siguiéndolo con las manos en los bolsillos—. Un turista aficionado a la caza del ciervo. Le estaban engordando unos cuantos para que pudiera lucirse. Se quedó sin frenos en el cerro y vino dando tumbos. Se rompió la articulación atlo-axoidea y usted está convencido de que habrá que conseguir mayor presupuesto para la prevención de accidentes. ¿Me equivoco?
Se paró en seco y me golpeó el pecho con un dedo.
—Ahora déjeme adivinar a mí —dijo, con los ojos en llamas—. Usted piensa que alguien le arregló el auto mientras dormía. Que ese «alguien» es el mismo que empujó a Burton y el mismo que luego hizo boleta al pibe Minetti. Un loco de la guerra que anda fabricando accidentes para espantar al turismo. ¿Lo interpreto?
—Me interpreta —dije, quitándome la gorra—. Aunque me parece que la cosa no es tan simple como me la pinta.
Gómez perdió entonces un poco de su célebre paciencia. Me tomó de la solapa y me echó el aliento en la nariz:
—Yo también escuché esa estupidez mapuche. Se dicen muchas estupideces en estos días, ¿sabe? Se dice también que usted es un tipo raro con un pasado oscuro y que su interés por los accidentes no es casual. ¿Le llevamos el apunte a los chismes, cagatinta? ¿Le llevamos el apunte o nos olvidamos del asunto y nos vamos a casa?
—Me está arrugando el gabán, Gómez.
—Le voy a arrugar la cara si no encuentra una buena coartada y no me deja de buscar roña —me soltó y se pasó una mano por la cabeza. Tenía el rostro desencajado y llovido. Parecía lo que era: un indio educado que había perdido la compostura.
—Tengo la misma coartada de siempre —me arreglé las pilchas, volví a ponerme la gorra—. Duermo con la misma mujer y no soy un sonámbulo.
—Puede ser —dijo—. Pero por las dudas, no vuelva a dirigirme la palabra. Ando con el estómago revuelto.
Caminó hasta el Falcon azul y se puso a transmitir mensajes por la radio. Yo me quedé tratando de recuperar el sentido común.
Sólo recuperé el paraguas y mi destartalada bicicleta.
Inesperadamente, mis dos amigos volvieron por la noche en busca de una revancha. Era bastante tarde y las ojeras de ambos refulgían a la luz del fuego. Clara entregó a las llamas dos leños robustos y se retiró en puntas de pie.
Sandler sacó de su bolsillo el mazo, lo colocó sobre la mesa y se prendió un cigarrillo.
—Hablemos de Romero —dijo, entre dientes.
—Publicista con oficinas en la Capital Federal y en Montevideo. —Poco y nada quedaba en Gómez de la bronca de aquella tarde—. Formaba parte de un contingente de empresarios que venía, en visita guiada, a cazar ciervos y a pescar truchas en los lagos de la zona.
—Traumatismos múltiples —Sandler respiró hondo y se frotó las rodillas—. Pérdida de masa encefálica y coma profundo. No pudimos hacer mucho. Murió hace una hora.
—¿Alguna vinculación con las otras víctimas? —puse las copas en su lugar y destapé la botella.
—Ninguna. —Gómez ladeó la cabeza sin dejar de mirar la baraja.
—¿El examen de la cupé dio algún resultado? —quiso saber Sandler, recogiendo el mazo y mezclando.
—Los frenos —dijo Gómez—. Los frenos y, bajo el asiento, una pequeña sorpresa.
Extrajo de la manga un naipe y lo depositó a la vista de todos. Era un as de pica, y Gómez sonrió como si hubiera ejecutado un acto de prestidigitación. Sandler y yo nos quedamos paralizados. El comisario empujó sus fichas hacia el centro.
—Apuesto todo lo que tengo que en ese mazo falta una carta —dijo.
Sandler tardó varios segundos en darse cuenta de que Gómez hablaba del mazo que tenía entre sus propias manos. Luego fue repasando frenéticamente las cartas y arrojando sobre la mesa los únicos tres ases que allí había. Con desesperación, volvió atrás una y otra vez. El as de pica brillaba por su ausencia.
—Temo que está usted en problemas, doctor —dije. Siempre había querido decir una frase como aquélla.
—Los tres estamos en problemas. —Gómez me corrigió, apuntando con su pipa directamente a mi garganta—. Cualquiera pudo haber robado la carta. Estábamos muy cansados y algo borrachos. Sandler pudo haberse ido de aquí la otra noche con un mazo incompleto en los bolsillos.
—Salud —propuse, y vacié de un trago mi copa.
—No entiendo. —Sandler parecía mucho más confundido que de costumbre.
—El asesino intenta desafiar nuestra inteligencia, doctor —dijo Gómez, dejándome intencionalmente fuera del juego.
No estuve de acuerdo con su razonamiento:
—El asesino intenta ser detenido. Trata en el fondo de que lo descubramos y que terminemos con esta pesadilla lo antes posible.
—Muy psicoanalítico. —Gómez no pudo reprimir una sonrisa.
—Doble personalidad. —Sandler se encontró casualmente con la definición. La lógica pareció calmarle los nervios.
—Lo escuchamos —dijo el comisario exhalando una gran bocanada de humo con olor a chocolate.
Me acomodé en el mullido sillón. Jugué distraídamente con el atizador y con el suspenso.
—La carta en la cupé confirma las sospechas: los accidentes fueron fraguados —dije al fin—. Si partimos de esa verdad, vemos que no hubo motivo aparente: Burton, Minetti y Romero no se conocían ni tenían, probablemente, ningún patrón en común que no fuera su condición de simples turistas. El asesino no quiso robarles ni quiso aprovecharse sexualmente de ellos. Ergo: el asesino es un psicópata y los crímenes son, digamos, de índole emocional.
—La pregunta sigue siendo la misma. —Gómez se veía decepcionado—. ¿Por qué? ¿Cuáles fueron sus razones? Tomemos el final de la historia y probemos si es posible retroceder.
—Probemos.
—Sabemos ahora que uno de nosotros tres cometió los crímenes —no fui capaz de otra cosa que no fuera un estremecimiento—. Como sé positivamente que no llevo una vida paralela, que apenas puedo con ésta y que, por lo tanto, soy inocente, me permito decir que ustedes dos están al tope de la lista.
—Eso es arbitrario —opinó Sandler.
—Practicaremos entonces esa arbitrariedad, doctor. Aunque sea en tren de suposiciones. ¿Qué le parece, Gómez?
—Me parece bien.
—Correcto. El médico y el comisario. Dos hijos de la tierra con sangre mezclada.
—Está usted recurriendo a una teoría disparatada —la advertencia de Gómez no sonaba muy amenazante.
—Es la única teoría que tengo a mano —me excusé.
—Siga, por favor. —Sandler se mordía las uñas.
—Dos mestizos que escalaron posiciones en la sociedad del hombre blanco —seguí—, donde las reglas son distintas y donde para alcanzar el éxito hay que sepultar una cultura para vivir con la otra.
—Freud puro.
—Ese conflicto se sufre como un desdoblamiento, como una pérdida: ocultar permanentemente a uno para ser superficialmente otro. Un día ese destino de raza produce una psicopatía. El psicópata siente entonces que debe pagarle un tributo a ese otro yo ignorado y secreto.
—Lo suyo es temerario, Malbrán.
—Los mapuches no opinan lo mismo. Ellos dicen que existe una profecía que es casi una broma, pero piensan que alguien se la tomó muy en serio y que la ha venido siguiendo al pie de la letra. Hay una esquina, en algún sitio, donde se juntaron ese rito y esa psicopatía. ¿Está claro o lo explico de nuevo?
—Está claro —dijo Sandler, lleno de ceniza.
—¿Y qué papel juega usted en toda esta trama? —preguntó Gómez, mordiendo la boquilla de su pipa apagada.
—Yo soy el verdadero accidente de la historia. Fui elegido al azar como testigo. De alguna manera, todos nosotros jugamos un rol. Naipes barajados en una mano complicada.
—Y es así como el sospechoso nos puso bajo sospecha. —Gómez se incorporó con ruidoso esfuerzo, se desperezó frente a la chimenea y se apoyó provisoriamente en ella.
Sandler le seguía los movimientos finales con fascinación, esperando acaso que refutara uno a uno mis argumentos. En cambio, Gómez sólo atinó a decir:
—Una hipótesis aceptable, pero agarrada con alfileres —se acarició los riñones—. Lo mejor que podemos hacer es irnos todos a dormir. Mañana será otro día.
Recogió su campera y arrastró sus pies hasta el umbral.
Perplejo como nunca, Sandler guardó el mazo y las fichas, y le siguió los pasos. Cerré la puerta y coloqué el atizador.
Luego subí las escaleras y sorprendí a Clara espiando la sala de estar.
—Uno de los dos dejó caer este papel —me dijo.
Tenía entre los dedos otra servilleta garabateada. Se trataba del rústico esbozo de un plano. Habían escrito, a un costado y en letra de imprenta, un escueto: «La cita es a las 3».
—Cuando subía, lo encontré sobre el felpudo y lo guardé para tirarlo. —Clara trataba de hacerme comprender la gravedad del hallazgo—. Menos mal que se me ocurrió abrirlo antes de echarlo a la basura.
Su tono se volvió irresistiblemente dramático:
—Creo que todo es bastante obvio, ¿no? Te citan para matarte.
Trató por todos los medios de persuadirme.
—No me perdería esto por nada del mundo —le advertí.
Discutíamos al pie de la escalera, forcejeando con el gabán y la gorra. El miedo la obligaba a tutearme:
—Es un lugar siniestro y vos andás desarmado. No seas terco.
De muy mala gana, accedió a prestarme la bicicleta y una linterna de mantenimiento.
—Hay unos galpones de Agua y Energía, una escalera formada en la roca y, un poco más allá, un dique. Parece todo abandonado y a esta hora no debe verse ni un alma.
El plano me ordenaba seguir un riachuelo que atravesaba la ciudad, serpenteaba en los suburbios y desembocaba en un lago ubicado a veinte kilómetros del pueblo. No se trataba de un paseo muy largo: el asesino me proponía recorrer apenas unas veinticinco cuadras de asfalto y unos setecientos metros de monte. El reloj marcaba las 2.15, y afuera había dejado de llover.
—Gracias por todo, linda —dije, con un pie en el pedal, Clara me abrazó presintiendo que, pasara lo que pasase, debíamos despedirnos en aquel preciso momento. Me subió las solapas con ojos mojados y permitió que yo pedaleara hacia el este, en medio del más cerrado de los silencios.
La garúa de la mañana había vuelto una y otra vez durante el día, y había formado durante la noche un impenetrable bloque de niebla. Sólo se escuchaban los graznidos de algunas aves nocturnas y el indescriptible galope de mi pulso.
Encontré el arroyo y lo seguí a regular velocidad, alelado por la soledad y por la incertidumbre. Crucé dos puentes y tomé un camino de ripio que se abría hacia la izquierda. Anduve junto al río varios metros de oscuridad y me choqué con una tranquera que cerraba el paso.
Prendí la linterna, comprobé que eran las 2.45, empujé la madera y caminé hasta los galpones de puertas clausuradas y ventanas rotas. A un costado, en la misma ladera de un cerro, nacía una escalera irregular, hecha y deshecha de piedras y cemento, que trepaba por una pared natural. La pared formaba con el piso un ángulo de noventa grados y la luz de la linterna no alcanzaba a iluminar la cumbre.
Tragué un poco de saliva e inicié el ascenso. Tres veces debí detenerme para tomar aliento y coraje. El viento y el vértigo conspiraban contra mi equilibrio, y hubo un instante en el que tuve deseos de haberme quedado en la cama.
Sorpresivamente, la escalera fue desapareciendo y el ascenso derivó en una semiplanicie donde no había más que pajonales. Se adivinaban caminos boscosos que bajaban por otras laderas y se escuchaba el ensordecedor, aunque invisible, trabajo del dique.
Intentando normalizar mi corazón, me senté en una roca y tuve desde allí una panorámica de la ciudad desnuda: luces y penumbras de una Europa patagónica, falsa y soberbia. De repente, un ruido me desvió la mano. La linterna horadó las tinieblas y dejó al descubierto un movimiento de espesura. La silueta de un hombre surgió de ella. El hombre empuñaba una Browning y esbozaba una sonrisa.
—Usted es el último a quien pensaba encontrarme, Gómez —le dije, temblando—. Le chingué fiero esta vez.
—No le chingó —respondió Gómez, acercándose con los pelos revueltos. Miró hacia la niebla y gritó—: ¡Salga, Sandler!
Seguí la dirección que trazaban sus ojos creyendo que me estaba haciendo un chiste. Un chiste trágico y final. Cuando Sandler emergió de la niebla, envuelto en un poncho mapuche y con la cara encendida, supe que Gómez no bromeaba. Tuve entonces una alucinación. Y en esa alucinación, Sandler ya no parecía Sandler: abría los brazos a contraluz y se arrojaba al vacío. Volaba como un pájaro sin alas. Volaba hacia abajo y el viento de la Cordillera barría sus alaridos.
Siguieron a ese vuelo fantasmal unos minutos tan largos como la muerte. Gómez se arrimó al precipicio y miró sin ver los restos desparramados por la caída.
Se quedó un rato allí, como intentando descifrar vaya a saber qué intriga. Después vino a sentarse a mi lado, guardó la pistola y extrajo la pipa. Se dio fuego.
—Sandler tomó la decisión correcta —dijo con renovada sangre fría—. Me negué a ver la verdad hasta esta noche. Había oído el rumor, pero no quería creerlo. Se escucha cada pelotudez en este pueblo. Pero nos despedimos a la salida del hotel y no pude evitar la tentación de seguirlo.
—¿Cómo supo que era él? —prendí otro cigarrillo y me abracé las piernas.
—La última vez que jugamos, Sandler era banca y yo gané la mano con una escalera al as.
—El as de pica.
—Vi cuando recogía mis cartas y cuando se guardaba la baraja en el bolsillo.
El frío nos estaba vaporizando las palabras y entumeciendo los músculos.
—Así que no voy a poder escribir una sola línea de todo este cuento.
—Tengo en mi escritorio los sumarios de tres accidentes y esta tarde me van a preparar el de un suicidio —se encogió de hombros—. Esta ciudad no quiere más monstruos ni mártires, amigo mío. Nada conmoverá a los vencedores ni redimirá a los vencidos. Lo mejor que podemos hacer es seguir jugando a las barajas y dejar que la historia siga su curso. ¿Bajamos?
Bajamos a ciegas y caminamos juntos hasta el centro.
Faltaba una hora para el amanecer.
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